La identidad cultural ecuatoriana, rica en características propias, forma parte importante e irreemplazable de la civilización mundial y es nuestro aporte más valioso a ella. Sin embargo, las contribuciones locales, grupales o individuales al conocimiento universal formal son pobres, con las excepciones de rigor. Somos en general una sociedad que consume lo que otros hacen, inventan, producen o venden. Podría ser que la inmovilizadora fatalidad que se desprende de la expresión… “si ya otros lo han hecho, para qué lo vamos a hacer, ¡copiemos!”, sea una realidad concreta y un elemento definidor de nuestro nivel de pensamiento, creatividad e inventiva. Muchos pronuncian esa frase y demuestran plena coherencia con ella arrellanándose en la comodidad innoble de la no acción para concebir y crear, como si esa frívola astucia fuera la cima de la inteligencia práctica, cuando en realidad es una manifestación más de una viveza criolla que busca el atajo, el menor esfuerzo y el taimado aprovechamiento.

Esta actitud se ha instalado en muchos espacios sociales y profesionales. En el ámbito del derecho también, pese a que es el escenario llamado a recibir los aportes específicos de la cultura de cada pueblo y también los que se derivan de su relación con el mundo. Es contrario a la esencia cultural del derecho que normas y sistemas jurídicos generados en otros lares y por otras gentes sean aplicados sin una seria adaptación. Este punto de vista que defiende que las leyes deben acoplarse a la cultura propia de los pueblos fue planteado con genialidad por el ilustre Barón de Montesquieu en su indispensable obra para juristas y politólogos L’esprit de lois, publicada en el siglo XVIII.

Copiamos casi todo, sin ambages. Sin filtros. Y cuando queremos adaptar a nuestra realidad lo foráneo, lo hacemos con prisa y sin fundamentos, siempre en aras de la practicidad. Las leyes que rigen nuestra convivencia social en los distintos escenarios han sido concebidas en otras culturas. Y cuando nos apropiamos de ellas, lo hacemos replicando igualmente la inspiración foránea, casi siempre. Así es en lo constitucional, civil, administrativo, penal y en otras ramas del derecho. También la dogmática que atraviesa y sostiene estructuralmente a los sistemas jurídicos ha sido pensada y propuesta por otros, no por nosotros. Es más fácil reproducir que crear, porque para hacerlo se requiere una sólida masa crítica conformada por muchos y no solamente por unos cuantos que se consideran a sí mismos y por sus grupos de amigos como iluminados juristas cuando en realidad, de igual forma, repiten.

Por eso, el penoso episodio de presentación por parte del Consejo de la Judicatura transitorio de los códigos de conducta para abogados y de ética judicial no es sino otra manifestación de lo mismo, que tristemente nos representa como sociedad.

Para finalizar formulo una idea accesoria a la línea de argumentación desarrollada… los códigos de ética deben ser el resultado del criterio de todos a quienes se dirigen y no el producto exclusivo de cualquier instancia organizacional pues, entre otros beneficios, el proceso de definición colectiva de principios y valores permite que sus autores se identifiquen con ellos. (O)