La urgencia que tenía el Ecuador de cerrar el ciclo autoritario de la Revolución Ciudadana, tarea que la asumió, para sorpresa de todos, quien debía ser el continuador del proyecto, nos ha conducido a un complejo y errático proceso de transición. La tarea tenía como propósito reconstruir la democracia sobre bases sólidas, pero esas bases se observan desacopladas en medio de crecientes dificultades.

El Gobierno está hoy mismo inmerso en un proceso de reconstitución del Gabinete tras la renuncia de dos personajes muy distintos entre sí, Fander Falconí y Eduardo Jurado, que reflejaban las tensiones y contradicciones prevalecientes. A la crisis de Gabinete se añade un problema más complejo: el vacío de liderazgo que deja el relevo caudillista. Tras un dominio carismático de diez años, no resulta fácil encontrar un estilo de liderazgo que combine de modo equilibrado ejercicio del poder y autoridad con pluralismo y tolerancia.

La transición también planteó la urgencia de reinstitucionalizar el sistema democrático que se hallaba totalmente subordinado a Correa. El proceso está en un momento crítico porque el mecanismo de reemplazos temporales y sustituciones definitivas mediante el mismo sistema de elección establecido por la Constitución de Montecristi ha llevado al Consejo de Participación transitorio a varios cuellos de botella. No tenemos fiscal, no hay Corte Constitucional, el Consejo de la Judicatura transitorio está cuestionado, la Corte Suprema se halla en proceso de ser designada y el nuevo Consejo Nacional Electoral asumió funciones en medio de extraños conflictos internos. El anuncio de una posible consulta en marzo, para eliminar de modo definitivo al llamado quinto poder del Estado, agrega confusión.

A lo anterior se suma el errático discurso sobre el Estado. Lo que fue un pilar del ordenamiento político de la revolución ciudadana se ha ido debilitando de modo progresivo con el discurso neoliberal del inevitable ajuste económico. La racionalidad del ajuste se impone sobre el fundamento estatal del orden político. No hablamos de otra cosa que no sea reducir la inversión pública, el gasto corriente, de echar burócratas a la calle, de reducir las instituciones y ministerios. En la necesidad de redefinir el modelo del Estado, echamos al niño con el agua sucia de la bañera estatista. No hay un discurso activo alrededor del Estado como categoría fundamental de la práctica política en una democracia. El Estado nuevamente se encuentra de retirada y con ello perdemos un sentido amplio de comunidad política dentro de la cual resulta posible pensar la justicia social. La burocracia está paralizada y desmotivada, sin un rol claro en el modelo que sustituye al de la revolución ciudadana.

La falta de recursos fiscales, dilapidados en la última década, amenaza con abrir una pugna distributiva en las calles: empieza una movilización de grupos para defender su tajada en un momento de austeridad. Ejemplos de la pugna son la propia renuncia de Falconí y el inmediato acuerdo con las universidades apenas se movilizaron para protestar por el recorte presupuestario anunciado. Y estamos, por último, sin movimiento mayoritario de gobierno, es decir, con un presidente sin claros apoyos parlamentarios. Se ha deconstruido el andamiaje de la revolución, pero las piezas del nuevo ordenamiento político se muestran, hoy por hoy, peligrosamente descoyuntadas. (O)