Corrían los años de la década de los 20 en Chicago. Una mafia liderada por Al Capone dominaba la ciudad. Una vasta red de prostitución, juegos de azar, extorsión, destilerías ilegales, lavado de activos, tráfico de drogas y armas y, sobre todo, corrupción pública florecía en Chicago. La institucionalidad del gobierno local había sido prácticamente secuestrada por la mafia. Buena parte de la Policía y los jueces de Chicago, así como algunas dependencias de su alcaldía estaban bajo su control, lo que hacía prácticamente imposible combatir la corrupción. La situación llegó a tal punto que Frank J. Loesch, el entonces presidente de la Chicago Crime Commission, una organización cívica que se había constituido para vigilar a las autoridades y luchar contra la corrupción, solicitó al presidente Hoover que fuera el gobierno federal el que liderara la lucha contra la mafia en Chicago, pues era una tarea imposible para las autoridades locales. Fue una medida extrema en un sistema federal como el estadounidense donde los estados y las ciudades son muy celosos en defender sus autonomías, incluyendo la de controlar el crimen.

Fue así como el gobierno federal asignó esa tarea a Elliot Ness, un agente que trabajaba en el Departamento del Tesoro en Washington D. C. Ness con un escuadrón de agentes calificados –los llamados “federales”– asumieron la tarea de combatir el crimen organizado hasta llevar a prisión a Al Capone. La incorruptibilidad de estos agentes federales –a quienes Capone intentó coimear– les valió el mote de “intocables”, y que luego fueron inmortalizados en una serie de televisión. A grandes males, grandes remedios. La “intromisión” de los agentes federales en la corrupción de la ciudad de Chicago fue ciertamente una decisión extrema, pero necesaria.

Por diez largos años, el Ecuador estuvo gobernado por una banda de delincuentes. Una banda que robó ferozmente y que hasta llegó a secuestrar a un diputado y encubrir a los asesinos de un general. Una mafia que creó una estructura de impunidad prácticamente inexpugnable, que despilfarró miles de millones de dólares y se robó otros tantos; una suma que nunca la había tenido el Ecuador.

Pensar que todo ese andamiaje de impunidad pueda ser eliminado y que el país pueda recuperar los fondos robados con simplemente nombrar a un nuevo fiscal es un error. Quizás es no comprender las dimensiones internacionales, políticas y económicas que tiene el imperio de corrupción del correísmo. Diez años no pasan en vano. Al Capone y todas las mafias que nos gobernaron antes –y sí que las hubo– son niños de pecho comparados con aquel.

El país no se merece que la corrupción sea un simple tema de conversación. Si hubo la decisión política para movilizarse por unos impuestos, es incomprensible que no la haya para algo tan importante como es exigir la creación de una comisión internacional para combatir la corrupción bajo los auspicios de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). ¿O es que estamos condenados a ser un país corrupto, gobernados por mafiosos que simplemente se turnan en el poder cada cierto tiempo? (O)