Según la hora, día de la semana o momento social, los padres de un adolescente responden de manera diferente a la pregunta ¿cuántos años tiene tu hijo?

No hay un día igual a otro cuando se tiene un joven en casa, pues para ellos tampoco ningún día se parece a otro. Hay días “buenos”, hay días “regulares”; los hay eufóricos y también molestos. Entre momentos insondables llegan muchos otros maravillosos.

En realidad, suena a cualquier día de un adulto: frustrante por las colas interminables en una oficina pública, apabullante cuando se tienen pocas horas para cumplir con decenas de responsabilidades, optimista ante la posibilidad de un trabajo, divertido si estamos con los amigos.

Pero nos han querido obligar a ver la juventud como un padecimiento particular, y siempre será más fácil burlarse de lo que aquí se conoce como la “edad del burro” que aceptar lo que la ciencia ha ido desentrañando poco a poco a lo largo de los años. Las reacciones de los jóvenes tienen orígenes complejos y profundos, tanto fisiológicos como en su entorno social.

Como explica la científica Sarah-Jayne Blakemore en su libro recientemente traducido al español, La invención de uno mismo, el proceso de cambios simultáneos que viven los jóvenes se debe a que están definiendo su identidad, en todo sentido. Esto implica que los jóvenes no son simplemente seres de humor cambiante, sino altamente creativos.

Durante estos años, que pueden extenderse hasta iniciados los treinta, el sistema de recompensas de un cerebro ante situaciones de riesgo se activa más que en los adultos. Eso, por ejemplo, explica el gusto de los jóvenes por tomar riesgos o vivir experiencias nuevas. A esto se unen la hipersensibilidad y el ensimismamiento propios de la susceptibilidad del cerebro al estrés ambiental.

La alta sensibilidad ante la exclusión social y la aguda autoconciencia de esos años mueven a los jóvenes a preocuparse mucho por la aprobación de sus pares. Por eso nos parecen tan dependientes de los amigos, a quienes prefieren agradar actuando de una determinada manera aun cuando sepan que las posibles consecuencias son negativas.

En su libro, ganador del premio de la Royal Society al libro científico del año, Blakemore hace reflexiones sobre su propia adolescencia, cuando su padre era el blanco de ataques de defensores de animales. También refiere el hecho de que, por ejemplo, los quinceañeros del desierto de Kalahari se quejan igual que los británicos de tener que levantarse temprano.

Como Blakemore admite, la neurociencia cognitiva es incipiente, por lo que, a falta de respuestas conclusivas, no puede dictaminar lo que se hace en educación. Por eso pensaría que su recomendación de que el día escolar empiece más tarde en la secundaria, y que ha hecho eco en las redes sociales, no puede ser acatada antes de tomar en cuenta otros elementos.

No se sabe por qué, pero tres cuartas partes de las enfermedades mentales, como depresión, ansiedad, desórdenes alimentarios y esquizofrenia, surgen antes de los 24. Siguiendo la sabiduría de Blakemore, tratemos de aceptar la rebeldía de los jóvenes con la entereza que nos exigen los años. (O)