Estimado Mario:

Quiero darle la bienvenida a Guayaquil, mi ciudad natal. Como no podré acompañarlo mañana, le vuelvo a escribir una carta abierta. La primera la escribí años atrás, en un diario mexicano, cuando usted publicó Cartas a un joven novelista. Celebré la claridad y lucidez –van indefectiblemente unidas– de su libro. Mañana usted presentará otro ensayo, La llamada de la tribu, y dará una conferencia, ‘El futuro se piensa hoy’, en la UEES, cuyo rector, Joaquín Hernández, es un gran amigo que más allá de sus exigentes labores académicas y su formación filosófica, siempre ha sido un lector riguroso de grandes novelas, entre ellas las suyas, y sobre las que hemos tratado en largas conversaciones.

He leído con placer La llamada de la tribu. Es de agradecer la generosa fluidez de sus ensayos en el recorrido por la vida y las ideas de las figuras que aborda minuciosamente –Adam Smith, Ortega y Gasset, Hayek, Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean-Francois Revel– y los matices con los que los apuntala. Analizar el pensamiento de sus autores junto con detalles novelísticos, como el de Isaiah Berlin pudorosamente enamorado de Anna Ajmátova, hace de su libro un paseo iluminador y ameno al mismo tiempo. Me llama la atención que con la excepción del apasionado Ortega y Gasset, casi todos fueron escritores apacibles en su vida diaria, pero con un pensamiento provocador, sin pretensiones llamativas ni aspavientos, sino que respondían a una convicción de libertad auténtica y la defendieron sin cejar ni contemporizar con los poderes de turno.

Lo que usted indica sobre el recurso estilístico del fair play en la prosa de Isaiah Berlin, se la podría aplicar también a su escritura de este libro. Es cierto, como indica en el prólogo, que aunque no lo parezca se trata de un libro autobiográfico. Si lo ha hecho así, recurriendo a otras figuras, es porque sabe que en la trasmutación que ocurre en el lenguaje lo directo es inexacto en su sentido más profundo, y de allí no solo el fair play sino toda la escritura novelística. También es de agradecer que sus ensayos, además de añadir esas pinceladas de sabor con semblanzas relucientes, sean también críticos con sus autores, como el de Ortega. La pulsión de la certeza absoluta, sin capacidad de autocrítica, lleva a los extremos de la censura.

Es preocupante la simplificación del lenguaje en los tópicos. Que por su ensayo se pueda distinguir la diferencia entre conservadores y liberales es decisivo. No son lo mismo, por supuesto, y está más que comprobado que la izquierda puede ser tan despótica como la derecha. Usted renueva el alcance semántico del liberal: quien se aleja de llamados tribales. De ahí que el liberal tiende a ser agnóstico, apoya las libertades sexuales, favorece las iniciativas privadas y el mercado libre (sin libertinajes y contra cualquier tipo de monopolio). No dudo de que su llegada a Ecuador despierte tópicos inexactos que lo tergiversen. Habrá conservadores y gente de derecha que se acercarán a usted creyéndolo afín. Deberán desencantarse: usted es agnóstico, defiende el aborto y la homosexualidad, cree en la liberación del consumo de drogas y es, por encima de todo, un demócrata que no tolera la censura de ningún credo o iglesia. Todo esto no lo ve tampoco la izquierda, tan ramplona como la derecha. Lo consideran un enemigo y se van por la tangente con cuestiones menores o anecdóticas. Estos fanáticos de ambos extremos van perdidos.

Eso sí, dirán que usted es un gran novelista, que eso no se puede discutir. No han entendido nada. Precisamente la novela requiere de ese espíritu de libertad. Días atrás vino otro gran novelista a Ecuador, Haruki Murakami, y de él quiero recordar un cuento suyo, La piedra con forma de riñón, en el que conversa una mujer con Junpei, un joven escritor. Cuando ella se entera de que él es escritor, le dice que su trabajo consiste en observar y juzgar. “Eso no es cierto —le responde Junpei—. La tarea de un novelista es observar, observar, volver a observar y, luego, posponer el juicio tanto como se pueda”. Esa capacidad de observación, de saber ver a los otros, de darles voz incluyéndolos sin prejuicio en una novela, y posponiendo e incluso evitando juzgarlos, es la maestría de este género abierto. Y eso no se puede hacer sin tener una apertura en la empatía y una capacidad de perspectiva. Caso contrario, las novelas mueren, se convierten en panfletos.

No sé si alguna vez pueda conocerlo en persona, Mario. La gran Margaret Atwood bromeaba en su ensayo Negotiating with the Dead: A Writer on Writing, que pretender conocer a un autor porque se aprecia su obra es como querer conocer al pato porque te gusta el paté, y para que el paté se haga y luego se coma, primero se debe matar al pato. Y añadía Atwood: “And who is it that does the killing?”. Sin conocerlo personalmente, en realidad converso con usted cuando releo Conversación en La Catedral y La tía Julia y el escribidor, dos cimas específicas de la novela contemporánea. Con La llamada de la tribu he aprendido el alcance y el pasado necesario de la invitación a rechazar la llamada tribal del fanatismo, cualquiera que este sea y por más buenas intenciones que se tenga pavimentando el camino al infierno, como decía Gide.

No quiero despedirme sin antes pedirle, sé que inútilmente, porque nada puede imponerse a la creatividad de un escritor, que nos dé en una futura novela a su personaje Fonchito lanzado a fondo a todos los demonios que lo rondan, y que nos comparta también su lectura de Faulkner y Conrad en un largo ensayo así como nos acercó a Flaubert, García Márquez, Arguedas, Victor Hugo y Onetti. Luego del diálogo con sus novelas y ensayos no seré el único que se aventure, con menos soledad, pero no sin ella, en ese campo de misterios que es escribir una novela.

Cordialmente,

Leonardo Valencia (O)