Este sonoro nombre encabeza su identificación completa: Chimamanda Ngozi Adichie, su imagen y su voz –que por efectos del triunfo de las vías rápidas de comunicación se riega por el mundo– se completan con los datos de que es nigeriana, tiene 41 años y escribe una narrativa de impacto.

Acabo de leer minuciosamente su novela Americanah, impresionante relato que alcanza las 602 páginas, y me solazo en la identificación de la poderosa creatividad literaria de las mujeres. En este caso se trata del llamado a pensar en una visión triple de quien se escribe desde la condición de mujer, negra y migrante cuando se detiene en los Estados Unidos, consciente de que la negritud africana es muy diferente de la afroamericana.

La novela que comento, publicada en 2013, vale para ampliar la a veces constreñida visión de lecturas nacionales, tan ligadas a problemas de rostro inmediato porque los estamos viviendo en el día a día. Nigeria, república solamente desde 1960, que tiene una población más numerosa que Rusia, es presentada como una comunidad multifacética, donde conviven culturas diferentes cuyas tradiciones ancestrales se mezclan con la más rampante modernidad. Pero, enclavada en el Tercer Mundo africano, tiene menoscabos de subdesarrollo, supersticiones arraigadas y males sociales de rostro muy conocido, la corrupción político-social, por ejemplo.

Para esto valen las novelas: para crear amplios mosaicos culturales en cuyo corazón se insertan los dramas individuales. Así, en Americanah viajamos de Lagos a Boston, a Nueva York, a Baltimore y vamos asistiendo a los avatares de una migrante que busca situarse dentro de una red de relaciones con los juegos claros: la raza distancia, singulariza, sitúa, pese a las luchas por la igualdad y a que, en el presente de su ficción, Barack Obama gana las elecciones presidenciales. Quince años en el medio estadounidense hacen a la protagonista la palabra ideal para estar-sin-estar y volcar sus impresiones en un blog, que la convierten en una vocera crítica e irónica sobre los afanes raciales de un miembro de la negritud.

Americanah tiene un montón de cualidades atractivas: la visión bicultural de mundos muy opuestos, un amplio entretejido de relaciones, la condición de bildungsroman o novela de formación, porque Ifemelu, la protagonista, vive 30 y tantos años frente a nuestros ojos, una circularidad perfecta en cuanto a la vigencia de las raíces que no se desarraigan sino que confirman el ahondamiento en lo nacional. En esencia, es una novela de amor que desarrolla la esperanza en que los vínculos emocionales se impongan por encima de toda clase de distancias. Las vivencias de género afloran de manera natural, humorística a veces pero no exentas de agudeza, exactamente en el tono en que su autora pronuncia sus conferencias.

Porque para hablar sobre las mujeres, Chimamanda tiene palabras constantes. Está convencida de que todos deberíamos ser feministas, tal como lo demuestra en la conferencia-publicación del mismo nombre. Genera ideas en torno del auténtico reparto de oportunidades para los sexos y combate la subrepticia sobrevivencia de la superioridad masculina, al menos en ambientes intelectuales. Hace un mes fue la expositora estrella de la Feria de Fráncfort, donde hizo un llamado al silencio de las mujeres. “No podemos darnos el lujo de quedarnos calladas”, afirmó.

Hay que hacerle caso. (O)