“No tengo trabajo, debo alimentar a mi familia, solicito su ayuda, gracias por su colaboración”. Los letreros, escritos con marcador oscuro en cartones, proliferan en Quito, portados por hombres jóvenes, recios y bronceados, que habitualmente llevan a una criatura dormida en brazos. La escena ya es parte de la cotidianidad capitalina, y los quiteños empiezan a acostumbrarse –peligrosamente– a ella. Nuestra sociedad asume que el cuadro de una madre mendicante con un bebé en brazos es legítima y conmovedora, y responde en consecuencia. Pero ¿qué significa esta inédita estampa de un padre gallardo, otrora orgulloso y productivo, y hoy aparentemente humillado y avergonzado, pidiendo limosna? ¿Inspira lástima? ¿O se trata de un afecto desconocido y al mismo tiempo familiar para los ecuatorianos? ¿Acaso importa si en verdad no tiene trabajo o elige mendigar?

Desde que vimos –por primera vez– El ladrón de bicicletas sentimos que la imagen universal del padre humillado tiene una particularidad desgarradora, que en algún lugar de nuestra estructura subjetiva nos toca a todos, mujeres y hombres, de otra manera que aquella de la madre lastimera. La estampa del padre humillado remueve los fundamentos de nuestra inscripción en la sociedad y en la cultura, porque ese registro es una parte esencial de aquello que caracteriza a la función paterna. La metáfora paterna, aquello que se escribe más allá de la función del deseo de la madre, nos inscribe en la Ley y nos convierte en sujetos de ella. Mediante esa inscripción tenemos un lugar en la comunidad de los seres hablantes. Esa inscripción es indispensable, ya sea que la haga el papá o cualquier otro, incluyendo la madre en ausencia del progenitor.

¿Qué decir de un régimen que hoy produce padres humillados y los exporta por miles a otros países del continente? ¿Qué pensar sobre el destino de una nación que vio nacer al Libertador de cinco naciones, quien para muchos encarnó en su tiempo la figura de un “padre de la Patria”? ¿Qué alternativa para un país, otrora rico y altivo, hoy regido por una pandilla de “despadrados” que hambrean a su pueblo y lo expulsan? Solo podríamos decir que, en función de la polisemia a la que dan lugar las palabras según se combinen con unas o con otras, una de las acepciones más atinadas –para este caso– del “bastardismo”, aludiría a esa infamia y perversidad de aquellos que reniegan de su inscripción en la Ley, gobiernan a otros desde el desafuero “legalizado” y corrompen el tejido social. Algo de ello ocurre en estos días en el hermano país, cuna de Simón Bolívar.

Nuestro continente y nuestro país a la cabeza han permanecido más o menos oficialmente impasibles ante este fenómeno en el nombre del respeto a la libre determinación de los pueblos. Nos hemos limitado a recibir a los inmigrantes venezolanos y a darles algún tipo de asistencia o cualquier trabajo, lo que no ha excluido el que nuestros propios “bastardos” ecuatorianos (en todas partes los hay) se aprovechen de la situación y los exploten laboralmente. Recién ahora estamos considerando la posibilidad de adoptar otra posición ante el régimen de Nicolás Maduro, después de la década cómplice. ¿Qué va a hacer el Gobierno ecuatoriano al respecto? (O)