Dos semanas atrás, con ocasión del fallecimiento de la doctora Aracelly Consuegra de Ortiz, extraordinaria maestra, escribí en esta columna algunos párrafos sobre la importancia de aquellas vidas consagradas a la educación: los maestros por vocación. Tuve una respuesta generosa de los lectores de esta columna; les impactó la frase “que los maestros nunca mueren”. Me permito, omitiendo sus identidades, colocar en esta página algunos de sus pensamientos porque redondean el tema y enaltecen a los profesionales, de ayer y de hoy, que un buen día decidieron consagrarse a la educación.

Para Rómel, “los maestros nunca mueren, sus enseñanzas perduran en el infinito”. Anita María me dice: “Los buenos maestros nunca mueren, los llevamos en nuestro corazón y están presentes en nuestro diario vivir”. Miriam piensa que “los maestros no mueren porque quedan las buenas semillas que a su tiempo dan sus frutos”. Yoconda menciona que “los maestros nunca mueren cuando dejan huellas imborrables en el corazón de los niños; así como vamos… el sistema matará literalmente a todos los maestros”. Fátima y Patricia son concordantes: “Los buenos maestros siempre serán recordados porque sus alumnos llevan algo de ellos en sus corazones”. Gelania, Narcisa y Fico mencionan que a los maestros no se los olvida porque dejaron en ellos algo de sus vidas, algo de mucho provecho para sus propias existencias; es por eso que “no solamente los tenemos presentes, sino que los recordamos con afecto”. Carlos es más expresivo aún: “Nunca se olvidan, porque en su diario quehacer delinearon nuevos horizontes, gestaron razonamientos positivos, encauzaron emociones, enseñaron valores, escucharon cuitas, guiaron por los caminos de la vida, fueron soporte académico y humano”. Para Jeaneth, “el maestro es el sembrador de conocimientos, forjador del futuro, motivador de ilusiones y realizaciones”. Galo dice, dirigiéndose a mí como a su maestro: “Además de ‘profe’ como lo llamo, usted es un gran amigo”.

A manera de síntesis, la creo necesaria. ¿Quiénes fueron mis maestros? Imposible recordarme de todos ellos, peor nombrarlos; a muchos jamás los conocí, y sin embargo, cuánto les debo. Soy un eterno aprendiz de la vida. Todos los días son buenos para aprender; es necesario reconocer que no sabemos todo y que somos perfectibles. Cada uno de nosotros esculpe la imagen que desea legar a quienes le conocieron, apreciaron y, quizá, amaron.

Mis abuelos, mis padres, mis hermanos y todo mi entorno familiar pusieron las bases del aprendizaje del buen vivir y mejor obrar, fueron mis maestros más cercanos. El campo me entregó su saber. Los caprichos de la serranía me regalaron la esperanza. El océano amplió mis horizontes. Vale aprender a leer para comprender el idioma de las flores y los frutos; para entender el mensaje de los vientos y los enigmas del firmamento; para meditar con un mar en calma y poder encontrarnos con tantas verdades más que andan necesitadas de alguien que las entienda. La naturaleza es un gigantesco libro abierto que busca acuciosos lectores que la comprendan y la admiren.

El maestro deja una huella para la eternidad; nunca puede decir cuando se detiene su influencia”, (Henry Adams). (O)