Obispo de Latacunga, estaba en la parroquia Las Pampas. El párroco Giorgio Peroni, misionero bresciani, me despertó con la noticia de que el arzobispo de El Salvador Óscar Arnulfo Romero había sido asesinado. Óscar Arnulfo ejercía su ministerio en medio de la guerra civil que desangró a El Salvador.

La opresión al pueblo en nombre del pueblo (Venezuela, Nicaragua) por materialistas de izquierda o derecha no es nueva. Su dios es poder dorado. Es novedad en su mayor bestialidad, en sangre, destierro, en ocultar crímenes que no prescriben, arropándolos en una ideología.

El clero por fidelidad a Cristo debe servir a todos, privilegiando y haciendo audible la voz de los sin voz.

Los calificativos “derecha” e “izquierda” son ambiguos; no identifican claramente a los ciudadanos. No basta con que unos se cubran con el velo de legalidad, tejido en elecciones amañadas. Es más real identificarlos y distinguirlos entre los ciudadanos que tienen poder fundado en fuerza bruta y los ciudadanos que tienen solo la fuerza de la dignidad personal y de la equidad.

En El Salvador era evidente la nefasta confusión entre justicia y comunismo. Para debilitar la defensa de la justicia se la confundía con defensa del comunismo ateo. Los oprimidos quedaban desamparados en nombre de Dios.

Generalmente unos y otros deseaban y desean ser amparados por el clero. Cuando algunos clérigos no actúan con perspicacia, se dejan instrumentalizar.

Algunos clérigos que sirven, no exclusivamente, pero sí preferentemente a los marginados, son perseguidos; en algunas ocasiones brutalmente.

Óscar Arnulfo Romero ejerció su ministerio durante una prolongada opresión de una dictadura sostenida por militares y disfrazados militares. Estos, no tanto por ideas, cuanto por beneficios personales, obedecían ciegamente la orden de matar a quienes pedían justicia y libertad.

El más frecuente e impactante mensaje de Romero fue el mandamiento No matarás. Sus palabras estaban respaldadas por su servicio a los más necesitados y marginados.

Según se comprobó posteriormente, un militar o alguien vestido de militar hirió con una bala el corazón del arzobispo desde fuera de la catedral en la que Óscar Arnulfo estaba celebrando la eucaristía.

Su funeral se celebró dos días después. Acudieron delegaciones del continente americano y de Europa.

Asistió el querido obispo Proaño. Yo, como secretario de la Conferencia Episcopal, acudí al funeral. Pasando por Panamá, llegué a San Salvador, ciudad sitiada. Observé que el asesinato estaba emponzoñado por la confusión de justicia con comunismo; la confusión que dividía, también, a clérigos y religiosos.

El altar estaba colocado en la puerta frente a la plaza. Iniciada la celebración, sonidos como de cañonazos sembraron terror en la muchedumbre ya temerosa. Los que pudieron entraron despavoridos en la catedral. Algunos pasaron sobre los que habían caído. Las muertes fueron causadas más por pisotones que por balas. No quedaron disponibles para la celebración de la eucaristía ornamentos ni libros litúrgicos. Pasada la avalancha, venciendo el temor, celebramos la misa de funeral en un sector de la catedral. No estando disponible ningún libro litúrgico, mi pequeña agenda litúrgica, que contenía algunos textos, sirvió eficazmente. Lo recordaba el arzobispo Rivera Damas. (O)