Dicen que una de las pobrezas de la vida es ir perdiendo oportunidades de abrazo, es decir, de contacto. Acercar las pieles ha sido siempre un gesto de complicado manejo. Está sujeto a edad, parentesco, familiaridad, circunstancia. Hasta a personalidad porque la gente suele distinguirse entre ser “tocones” y no serlo, entre vivir dentro de un círculo invisible, pero perceptible de parte de cualquiera, y vivir a pecho abierto, derramándose entre los demás.

El tacto es un sentido que se somete, como los otros pero no sé a qué ritmo, a las reglas sociales. El niño escucha muy pronto la orden de “no tocar” referida a los objetos frágiles o peligrosos; pronto aprende la diferencia entre rozar, arañar y golpear y cómo debe eliminar esos impulsos de sus relaciones con sus compañeros. Porque el ímpetu explorador y hasta castigador saldrá muy pronto de sus manos y en orientarlo con las direcciones adecuadas radica una de las líneas de la educación.

Los años infantiles son querendones. Se desea saludar a la maestra con beso diario, se corresponden los estallidos de ternura de los adultos, se pasa el brazo sobre los hombros del compañero preferido; algunos mantienen esa expresividad por largos años hasta que la congela el trato social. Entiendo que hoy hay que prevenir mucho a los niños de que los mayores se inclinen demasiado a tocarlos, hay que sembrar sospechas para no lamentar injerencias malignas en su crecimiento. Esto es triste e indispensable al mismo tiempo. Todos debemos proteger el cuerpo infantil, pero más que nada el mismo niño tiene que aprender a hacerlo.

Fuera de la intención malsana, emplear el lenguaje corporal, tacto incluido, es bueno para muchos. El apretón de manos fue en Occidente el principal signo del acercamiento, pero hoy lo hemos remplazado por un roce de mejillas, por chasquidos al aire que podrían suponer mayor proximidad; sin embargo no pasa de ser una costumbre que solo es significativa si los ejecutantes la acompañan de cálidas palabras, de sonrisas sinceras. Pero el abrazo es otra cosa: en esa cercanía se vuelca un contenido emocional, se ponen tan cerca los cuerpos que la intención parece ser un mensaje que traspasa el círculo de dos. Todo el entorno percibe la amistad, el cariño, los buenos sentimientos.

Se me objetará que todos sabemos mentir, y es cierto. Hay abrazos tan traicioneros como el beso de Judas, pero un buen lector de gestos percibirá lo instantáneo del hecho, la implícita repelencia. El cine es hábil cuando capta el rostro de quien por encima del hombro ajeno trasluce su verdad interior de rechazo y hasta odio. Y allí vamos, dando o evitando abrazos según los bordes de nuestro carácter y las secretas emociones del alma.

Lo cierto es que el contacto es una vía de comunicación. No se practica exclusivamente con los elegidos de nuestro afecto. Lo vamos dejando impreso sobre las cabezas de las mascotas, en caricias a los infantes, en los brazos de amigos y hasta desconocidos. La mano que se toca en la cama de un enfermo, el roce que aflora con quien está detrás de cualquier tipo de reja, abona con lenguaje no verbal lo que podrían decir los labios.

En la fugacidad de un contacto puede sobrevolar el más elocuente mensaje. (O)