“… pero tenemos miedo de los diferentes poderes”. Así concluye su testimonio un generoso lector que respondió a la pregunta final de esta columna el domingo anterior. Una pregunta sobre los diferentes sentidos del significante “miseria”: estrechez económica extrema, miseria moral y pobreza de espíritu. En su carta, el lector relata el calvario que ha recorrido con su jubilada madre anciana, quien sufrió una fractura de cadera, buscando un hospital para que ella sea recibida e intervenida. En su periplo de más de dos semanas, ellos confrontaron los diferentes rostros de la miseria: pobreza de recursos y suministros del Estado en nuestros hospitales, mezquindad de algún médico miserable, e indiferencia de ciertos funcionarios en las casas de salud. Finalmente, encontraron solidaridad y acogida en el nuevo Hospital del Sur y ratificaron su convicción sobre la bondad de los ecuatorianos, pero su odisea aún no ha terminado: la paciente debe ser nuevamente operada y necesita otro suministro ortopédico que “no hay”. Este drama de la vida real continúa...

Los buenos son más numerosos que los malos en el Ecuador, y hay muchísimos más pobres que ricos en este país. Ello parecería verificar la creencia antigua y generalizada en nuestra sociedad, y en todas las que vienen de una tradición judío-cristiana, de que habitualmente existe una asociación entre la bondad y la pobreza. Por la misma vía, nos viene la vinculación entre estas dos y la humildad, conformando una triada muy arraigada en nuestra cultura, agravada por nuestra historia colonial. En ese trípode se sostiene nuestro sometimiento y dependencia del poder y de los poderosos: aquellos que lo detentan y pueden –arbitrariamente– conceder la gracia de su caridad y benevolencia, o no. Una cultura, la ecuatoriana, en la que el derecho no lo es, porque está pervertido y es contingente: se ha transformado en una dádiva que los distintos poderes pueden o no otorgar. Entonces, los pobres-buenos-humildes temen a los malos-ricos-poderosos y deben congraciarse con ellos para merecer su favor.

El miedo a los poderosos, sostenido además por la confusión generalizada entre el poder y la potencia. Dos términos que no son antagónicos ni excluyentes, pero que en nuestra vida social y política funcionan como si lo fueran. El poder es el acceso a una posición económica, social y/o política privilegiada, desde la que el sujeto podría ejercer la potencia: efectuar cambios en la realidad mediante sus gestiones y decisiones. Pero en el Ecuador, y sobre todo en la política, el poder más bien genera impotencia: solo sirve para gozar autoeróticamente humillando a los demás, y obteniendo todos los beneficios posibles para el poderoso y los suyos. El poderoso le recuerda permanentemente al desposeído “quién tiene el poder” para mantenerlo intimidado, mediante todos los ritos y gestos públicos, donde la palabra se degrada a recordatorio en cadena nacional de radio y televisión. Al final, y cuando deja su posición, verificamos que el poderoso era solamente un jaguar de papel. Pero mientras tanto, el poderoso, que tenía la posibilidad potencial de efectuar cambios verdaderos y sostenibles, le dedicó más tiempo y saliva a recordarle su poder a los que no lo tienen.

Usted, amable lector/a, ¿les teme a los poderosos? (O)