Quién no ha tenido vecinos de esos que dan conciertos gratuitos para todo el barrio: la que está aprendiendo a tocar el piano y te taladra el oído con la misma escala repetida una y otra vez, el del saxofón destemplado, los que escuchan música electrónica industrial con unos parlantes carísimos cuyos bajos te retumban transformados en angustia al fondo del estómago. Está el vecino que nunca se despierta antes del mediodía porque se pasa la noche sobresaltándote con sus gritos abruptos seguidos de silencios sepulcrales: el adicto a los videojuegos. Están los estudiantes que no se sabe a qué hora estudian porque siempre tienen invitados con los cuales se ríen tanto y con tanta frecuencia que algún comediante profesional habrá entre ellos, o quizá simplemente un porro. Están los vecinos apasionados que pregonan su amor en Dolby Surround, así que una no sabe qué responder cuando la guagua pregunta qué le pasa a esa señora, mamá.

En la década que llevo en Alemania me he mudado cinco veces y ya he visto y oído de todo. Las vidas de los vecinos me han revelado más de la situación económica, política y social de este país que todos los periódicos juntos. Está el borracho solitario al que no se le acaba el dinero a fin de mes, el que llena el basurero amarillo (para plásticos reciclables) de botellas vacías de aguardiente, en lugar de llevarlas al contenedor para vidrios que hay en cada barrio. Está la pareja que regresa a casa de madrugada tras pegarse tal cantidad de Crystal (la droga favorita de Sajonia) que mientras el hombre baila contorsionando el torso desnudo en medio de una tremenda nevada, la mujer no acierta a meter la llave en la cerradura del portón del edificio de enfrente. Está la vecina joven que fuma sin parar en su balcón que queda precisamente bajo tus ventanas, la que te llena de humo la cocina a las seis de la mañana, y a las ocho ya está en las calles recogiendo firmas para Green Peace. Está la vecina mayor que boicotea las marcas de ropa que explotan a sus trabajadores, la que te cuenta orgullosa que en su juventud fue miembro del Partido Comunista y que ahora vive en la ex Alemania Oriental porque es la parte más bonita del país, donde ha podido comprarse el edificio donde vives y a la que ahora le tienes que pagar el arriendo (duplicado de la noche a la mañana) de tu diminuto departamento mientras ella vive en cinco habitaciones con su gato y sus ideales de justicia social. Está la vecina anciana que trabajó durante cuarenta años en una fábrica textil que quebró, como tantas, con la caída del Muro, y ahora se dedica a hornear para los niños del edificio (pero casi pierde tu cariño cuando te confesó que estaría a favor de talar tu amado abedul que crece en el jardín: “porque me tapa el sol”). Está el flaco que te sonríe cada vez que te ve y que se demora un año en atreverse a preguntarte de dónde eres, la rubia que tiene una colección de zapatos con los que sale a trotar cada mañana, el gordo que vive solo y pasa las noches mirando películas de acción en ruso y comiendo sopas directamente de la lata.

En la década que llevo en Alemania me he mudado cinco veces y ya he visto y oído de todo. Las vidas de los vecinos me han revelado más de la situación económica, política y social de este país que todos los periódicos juntos.

¿Por qué me obsesionan tanto mis vecinos? Será porque soy extranjera y lo que para los otros es habitual a mí me resulta asombroso, o porque a veces estoy muy sola y paso demasiado tiempo en casa mirando por la ventana, o atrapada en la rutina de criar a dos bebés me acostumbré a encontrar en la vida de los vecinos una distracción. O será esa curiosidad insaciable que siempre me ha acompañado la que me incita a espiar un poco de más en las vidas de los otros. Como aquella del vecino del carro rojo, el que tenía un espeso bigote blanco y cada domingo abría el garaje donde guardaba su tesoro, pasaba la mañana limpiándolo y encerándolo como si acariciara el lomo de una mascota amada, al mediodía lo sacaba a dar una vuelta por el barrio y al regresar veía el atardecer sentado en el asiento del piloto, bebiendo cervezas y mirando al vacío. Un día desapareció. Nadie volvió ningún domingo a abrir el garaje donde el carro rojo esperaba, en vano, en la oscuridad. Hasta que una mañana lo encontré en media calle, y con el paso de los meses se fue cubriendo de nieve y lodo, polvo y hojas secas…

Mis vecinos nunca leerán sus historias así como yo las cuento. No hablan español y no tendrían manera de saber que son sus vidas las que ocupan la mente de esa extranjera que pasa el día en casa, con una bebé en brazos, mirando por las ventanas y escribiendo. (O)