Las denuncias por abuso sexual a niños y adolescentes en contra de ciertos clérigos han removido bases de la Iglesia católica. El papa Francisco viene depurando la estructura administrativa del Vaticano por escandalosos manejos económicos.

Como católico me molesta el histórico hermetismo de ciertas jerarquías por aberrantes conductas de algunos sacerdotes, por millonarias indemnizaciones pagadas por demandas, a víctimas de pederastia durante décadas en diócesis de Boston, Pensilvania, Nueva York y otras ciudades en Estados Unidos. Ahora se sabe que en Alemania entre 1945 y 2000, más de 350.000 niños fueron abusados, lo que repugna, indigna y avergüenza. Pero no desfallece nuestra fe cristiana, solo nos convence de que el demonio posee a los hombres de convicciones débiles y que las tentaciones –impulsos repentinos a realizar algo malo– son desafíos a vencer, para demostrar que creemos en Dios firmemente. La visita papal a Chile desnudó la descomposición de la organización clerical y comprometió la palabra del santo padre, con sanciones. Ecuador no ha estado exento de escándalos cuyas víctimas (morlacas), aunque tarde, clamaron justicia. Se ha develado un pecaminoso comportamiento de algunos ministros de la institución religiosa más visible del mundo. Se hace mandatorio las sanciones a pervertidos, poniéndolos en manos de la justicia civil; revisar protocolos de formación, ordenamiento y exijan valoraciones psicosocioemocionales de los aspirantes. Confío en el papa Francisco y su liderazgo en la conducción de la Iglesia católica, que no pasa por una crisis de fe sino por una oportunidad para depurarse y fortalecerse. Pido perdón a todas las víctimas y sus familias por daños ocasionados y lesiones psicológicas indelebles (provocados por los pocos que equivocaron el camino) en nombre de la Iglesia que somos su pueblo, en particular la ecuatoriana en la que han existido y existirán buenos pastores religiosos como fueron los padres José Gómez Izquierdo y monseñor Leonidas Proaño, de quienes aprendí a creer en el Dios vivo que está entre nosotros, y nos permite usar nuestro libre albedrío gozando de santidad y sacerdocio a través del servicio y el amor al prójimo.(O)

Joffre Edmundo Pástor Carrillo, profesor, Guayaquil