Durante el decenio 2007-2017, el correísmo dejó una profunda huella de corrupción, la que no tiene parangón en la historia del país. Estos revolucionarios o izquierdistas de cafetín que –paradójicamente– gustan disfrutar de los excesos y excentricidades del capitalismo y que, según sus mentes afiebradas, caminaron con la espada de Bolívar a lo largo y ancho de la patria, siempre estuvieron identificados por un voraz apetito de poder, como buenos admiradores del rey Midas, aunque con una diferencia sustancial con el personaje de la mitología griega: muchos de los socialistas híbridos del siglo XXI, tanto en Ecuador como en la región, contaminaron todo lo que tocaron con las manos, en beneficio personal o de su círculo de confianza, séquito conformado, en buena parte, por serviles piezas funcionales a los caudillos o mesías, incluidos intelectuales orgánicos.

Tal es el grado de descomposición que hoy en donde se coloca el dedo salta el pus, ese líquido verdoso que brota de un tejido social enfermo y que, en algunos casos, ha sido arrancado a dentelladas por miopes militantes de un proyecto político incapaz de distinguir la res pública del estrecho interés particular, por lo que el eje de la revolución ética que acompañó sus vacíos discursos no pasó de ser un mero enunciado publicitario aprovechado por marqueteros de oficio que encontraron en esos diez años de farsa social una gran e inmejorable oportunidad de ingresos dentro de un Estado de propaganda que no conoció de escrúpulos y menos de austeridad o restricción en el gasto.

De ahí que el anuncio de realizar la cirugía mayor a la corrupción ofrecida por el presidente Lenín Moreno debe pasar del mensaje cargado de buenas intenciones a hechos concretos; pues, durante la década perdida, al Ecuador por falta de transparencia no solo que le arrebataron miles de millones de dólares que debieron ser destinados a atender las necesidades de la población, sino que también degradó su capital social, es decir, comprometió seriamente su capacidad para fortalecer la confianza mutua y de cooperación entre la gente, lo que dificulta la construcción de robustas redes de comunicación y cooperación en la sociedad, creando, penosamente, un clima de abierta desconfianza lo cual tiene su impacto no solo en el convivir diario de las personas, sino también en la economía al elevarse los costes de transacción, producto de la coima, del diezmo, etcétera.

Sin duda, enfrentar a este cáncer que ha echado profundas raíces debe ser uno de los mayores desafíos y preocupaciones del señor presidente. Desde luego, esta tarea involucra a todos: gobierno, empresas, organizaciones y a la sociedad civil, acompañado del uso de las nuevas tecnologías de la información en el afán de ejercer un mejor control y veeduría.

Una democracia sana debe promover el equilibrio de poder a fin de que este no cometa excesos y desafueros. Debemos aprender de países como Nueva Zelanda, Dinamarca, Finlandia, Noruega, Suiza, Singapur, Suecia, Canadá, Luxemburgo, Holanda, etc., naciones con un mejor desempeño en procesos de transparencia en el contexto internacional. ¿Qué lecciones positivas, en cambio, podrían entregarnos Venezuela, Nicaragua, Cuba, Corea del Norte…?

La revolución ética es una exigencia que no admite impostores. (O)

* Economista.