Se realizó con éxito la cuarta Feria del libro de Guayaquil. Un muestrario muy variado de mesas, presentaciones y coloquios permitió acercar a los lectores tanto a los libros como a sus autores. Han pasado varios días y me parece pertinente no pasar por alto el logro de esta feria en un país donde lo habitual es la queja respecto a eventos culturales de este tipo. Las claves más obvias son la constancia y la planificación, pero las menos visibles es haber consolidado un equipo de colaboradores, tanto particulares como institucionales, que demuestra que no todo debe remitirse a dependencias de organismos centralizados. Que la Municipalidad de Guayaquil, la Empresa Pública Municipal de Turismo y Expoplaza se mantengan como gestores, es tan importante como que haya un equipo literario estable y dirigido por la crítica y profesora Cecilia Ansaldo, que han sabido proveer a los lectores potenciales y a los interesados, no solo de presentaciones de libros sino de debates de todo tipo. Para mí fue un gusto participar en dos mesas completamente diferentes: una de ellas un diálogo con dos jóvenes autores de la nueva selección de Bogotá 39, el colombiano Giuseppe Caputo y el dominicano Frank Báez; la otra fue una mesa con los novelistas Eliécer Cárdenas y Juan Andrade Heymann. No quise pasar por alto, teniendo a Eliécer Cárdenas al lado, que su novela Polvo y ceniza cumplirá 40 años en el 2019. Convertida en un clásico contemporáneo, Polvo y ceniza es la punta notable de una de las trayectorias novelísticas más variadas de Ecuador. Para mí es una obra que tiene uno de los más concisos inicios de novela, con una ejemplar elipsis: “Se fue erguido. Vuelve encorvado. Con un orgullo casi risueño extendió la mano, blanca y áspera de hostias consagradas, al oficial bigotudo de la pechera llena de entorchados que le señalaban los riscos pardos, las laderas casi de pura piedra afilada brillando al sol, los desfiladeros profundos entre rocas que solo eran serpientes de sombras, cuando se marchó”.

También era una seña de lo que quise dar cuenta, ya que la mesa debía versar sobre temas y obsesiones de la literatura ecuatoriana de los últimos treinta años, y era referirme al tema del desplazamiento en la literatura ecuatoriana. Desde obras de referencia como A la costa, El éxodo de Yangana o Juyungo, hasta las contemporáneas como Las tertulias de San Li Tun, Las segundas criaturas, El viajero de Praga, Crónica del breve reino, Los años perdidos, Moscow-Idaho, Nefando, La familia del Dr. Lehman o Saber lo que es olvido, el desplazamiento por el país o por el extranjero es una constante que no deja de llamar la atención por lo explosiva y reiterada de su recurrencia. Naún Briones, el bandolero de Polvo y ceniza, va errando por el país y remarca esta larga estela de desplazamientos. Y no es de menor importancia que en la mesa con los dos autores de Bogotá 39, sea el nombre de la capital colombiana el lugar de encuentro reiterado, diez años después, de la primera selección de Bogotá 39, y que ya no sea exclusivo el peso de Buenos Aires o Ciudad de México, y no digamos de centros editoriales como Madrid y Barcelona, que ya no dan cuenta efectiva de la producción literaria de todo el continente. El movimiento de la literatura latinoamericana es como la policéfala Hidra de Lerna, que cuando le cortan una cabeza, le salen dos. En realidad le salen decenas, correspondientes a tantos países latinoamericanos. En esta proliferación el exceso puede ser tan desértico como la escasez. Y aquí es donde resultan importantes los eventos de difusión lectora como Bogotá 39 y las respectivas ferias de libros.

Si un día se abrieran las bodegas de Quito y otras ciudades con todas las publicaciones institucionales que no pueden circular en libre venta, se podría levantar una muralla gigantesca de la ineficacia de una burocracia empantanada en quisquillosas dificultades de ventanilla...

Son, en realidad, espacios de resistencia. Resulta muy difícil competir con la oferta audiovisual de la industria cinematográfica y musical. Por más que también se hable de industria editorial, los términos de comparación son desproporcionados. De allí que una Feria del libro con criterio sepa abrir un abanico, donde tampoco se descuide la lectura ligera de divertimento. Más de una vez he aludido al hecho de que la novela es un género que permite la convivencia entre las novelas de gama popular y las de alta gama.

Celebrar el éxito de la Feria del libro de Guayaquil no excluye señalar que la situación del libro ecuatoriano sea crítica. La Feria es un respiro mientras el país se ahoga. Los informes de hábitos de lectura siguen siendo bajos en Ecuador, y todavía está bloqueada la circulación de publicaciones nacionales por un entrampamiento burocrático que las aísla en sus respectivas provincias, y a veces dentro de la misma ciudad. Si un día se abrieran las bodegas de Quito y otras ciudades con todas las publicaciones institucionales que no pueden circular en libre venta, se podría levantar una muralla gigantesca de la ineficacia de una burocracia empantanada en quisquillosas dificultades de ventanilla. No hablemos de facilitar la exportación del libro ecuatoriano.

Por eso organizar una buena feria del libro es la oportunidad para permitir un lugar de las apariciones. No lo digo en sentido religioso, ni mucho menos. A fin de cuentas, toda escritura nueva siempre es profana. Recuerdo más bien al gran Juan José Arreola, en este año que se celebran los cien años de su nacimiento, cuando escribió: “La mujer que amé se ha convertido en un fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones”. Quizá porque cada autor y sus libros son esos lugares donde aparecen fantasmas menos leves que los del consumo masivo y que aluden siempre a la condición humana. Pocos conocerán el nombre de Arreola, y a pocos de sus libros podrán acceder, pero de eso se trata la literatura, de una serie de apariciones inesperadas que pueden llevarnos tan lejos como para aprender a vernos por primera vez y entender algo de lo que nos ocurre de manera personal y que, en el sostenido rumor de lo masivo, no encuentra su nombre. (O)