Con profunda consternación leo las últimas noticias acerca de los terribles accidentes que se suscitan con regular frecuencia en las carreteras del país.
En los últimos meses, el nivel de tragedia ha sido impactante. Las cifras de muertos y heridos, alarmantes.
Pero como sabemos, primero esperamos la tragedia, para luego tratar de prevenirla. Y así vemos cómo una vez ocurrido un accidente, las autoridades prometen investigaciones para calmar al público y transcurridos unos días, nada sucede, hasta que llega el siguiente percance.
No existe una estadística fiable acerca de las verdaderas causas de los accidentes viales, pero a juzgar por lo que se aprecia en las pocas fuentes disponibles, casi todas responden a errores humanos. Incluimos en este concepto de fallas humanas: estado etílico del conductor, irrespeto a las normas de tránsito, exceso de pasajeros, falta de revisión oficial de los vehículos y falta de exigencia de requisitos mínimos para los choferes. Digo esto porque errónea o tendenciosamente s e pretende alegar que las malas condiciones de un vehículo corresponden a una falla técnica, cuando en realidad la falla es humana y atribuible tanto al dueño que permite su funcionamiento como a la autoridad que lo deja seguir circulando.
Es cierto, en la mayoría de las causas citadas podemos responsabilizar al conductor que se atreve a jugar con su propia vida y las de los pasajeros; y, también a los empresarios de las cooperativas –que en la mayoría de los casos son o fueron choferes también– y que hacen “ahorritos” contratando personal cuyas características están por debajo del nivel requerido para este tipo de tareas.
Sin embargo, la escena cambia de matiz si los cómplices de todas estas situaciones son justamente aquellos que ostentando un cargo que les permite solucionar el problema, se vuelven permisivos y hasta tolerantes con conductas que simplemente debieran ser inaceptables.
Recuerdo que hace unos años se trabajó en el endurecimiento de las sanciones en materia de tránsito, lo cual se dijo serviría para castigar con mayor severidad a los culpables de los accidentes.
Luego de transcurrido el tiempo, comprobamos una vez más que la calentura no estuvo en las sábanas, pues no ha servido de nada una legislación fuerte si los controles previos no se ejercen con seriedad. Pongamos las cosas en perspectiva, si los controles se ejercieran con mano firme, el ciudadano (léase chofer o empresario) tendría un campo de acción limitado; pero mientras se pueda matricular un bus destartalado sin revisión mecánica, renovar la licencia sin tener méritos para ello o manejar en estado etílico sin que nadie actúe, la ley es letra muerta, por muy perfecta que sea.
Las multas que se imponen con la ayuda de los radares no son compatibles con los escasos controles y las casi nulas sanciones que se logran imponer a quienes generan este estado de conmoción. Excepción en esta materia, la gestión que desarrolla la ATM de Guayaquil, que lamentablemente no alcanza debido a lo que ocurre en el resto del país.
Pedimos coherencia, seriedad y sobre todo responsabilidad en un asunto que reviste gran importancia y que afecta a muchas familias ecuatorianas, que lamentablemente siguen dependiendo de un servicio deficiente, a vista y paciencia de las autoridades. (O)