La decisión del Tribunal Superior Electoral del Brasil prohibiendo a Lula da Silva ser candidato a la presidencia de la república en vista de que está en prisión sentenciado por actos de corrupción marca otro hito histórico en la política latinoamericana, o al menos en la del Brasil, la nación más grande e importante de la región. La popularidad de Lula es incuestionable. Hoy las encuestas le dan una ventaja sobre los demás candidatos a la presidencia. Es más, en un franco desafío a la justicia, en días pasados su partido había logrado inscribir su nombre como candidato para las elecciones que se avecinan. Y, sin embargo, la magistratura brasileña hizo lo que cualquier otra magistratura en el mundo civilizado y democrático habría hecho, esto es, aplicar la ley por encima de la popularidad de un individuo condenado por un delito de corrupción.

En Argentina algo parecido está sucediendo. La expresidenta Cristina Fernández está en el centro de varias investigaciones sobre una de las redes más grandes de corrupción que registra la historia contemporánea. Sacos de billetes de dólares (su marido solo tomaba dólares, no pesos…) eran entregados mensualmente en su departamento o en las oficinas presidenciales, coimas que entregaban los concesionarios y constructores. Viajes en aviones oficiales a paraísos fiscales al parecer completaban el atraco. Todas estas investigaciones judiciales han avanzado sin importarle al juez de la causa el alto índice de popularidad que Fernández conserva aún entre los argentinos. Una popularidad que probablemente aumentará con el agravamiento de la crisis económica de esa nación.

Lo que está ocurriendo es una suerte de transición de la soberanía del pueblo, en su acepción más amplia, a la soberanía de la ley. Por décadas, sino por siglos en América Latina el imperio de la ley fue una variable de poco o ningún peso en los procesos políticos. Las cortes, sus magistrados y jueces, en general, han sido actores periféricos del sistema político, simples comodines o peones con toga de los dueños de turno del país, es decir, de esos centros donde ha residido tradicionalmente el poder; grupos económicos, militares, caudillos, empresas transnacionales, partidos o latifundistas, dependiendo del país de que se trate y del momento histórico que se escoja. En el juego del poder de estas fuerzas la cuestión del imperio de la ley era algo secundario o inexistente. Los procesos políticos no se resolvían por el imperio del derecho sino por el imperio de la fuerza, de la fuerza del dinero, de las armas o, como ha venido sucediendo en los últimos tiempos, por la fuerza de la popularidad.

Esa transición que se está operando en Brasil de la soberanía popular a la soberanía de la ley es un paso crítico en la consolidación de una democracia. Un proceso que lo vivieron la Grecia del siglo V a. C. y muchas de las naciones del Atlántico Norte. Y es un desafío para el Ecuador luego de las nefastas experiencias tanto de la etapa de la partidocracia como de la dictadura correísta. (O)