Al final de su obra y de su vida, Sigmund Freud afirmaba que tempranamente hizo suyo el refrán de los tres oficios imposibles: educar, curar y gobernar. Sorprende su afirmación, cuando él dedicó la mayor parte de su vida al desarrollo del método terapéutico que él construyó: el psicoanálisis. En realidad, Freud sabía que los “oficios imposibles” aluden a esas actividades que nunca se realizarán de manera perfecta y completa, y en las que el oficiante jamás conseguirá el reconocimiento unánime de los supuestos educandos, pacientes o gobernados. Quizás hoy en día, los tres oficios imposibles convergen en una cuarta empresa igualmente ideal, en la que los padres de familia delegan responsabilidades y ponen expectativas a veces desmesuradas: La así llamada educación sexual.
Al margen de la imposibilidad y del ideal, hay que educar, curar y gobernar de la mejor manera posible, a pesar de la imperfección y la insatisfacción. Pero, ¿para qué sirve la educación sexual, esa invención del siglo XX? ¿Cuál es el sentido de esa práctica dirigida básicamente a los adolescentes, que consiste en la transmisión de información sobre la biología de la sexualidad, el uso de los anticonceptivos, y la difusión de aquello que cada sociedad considera “valores”? ¿Por qué genera polémicas tan encendidas entre los adultos? ¿Cuánto sirve para impedir los embarazos adolescentes, para evitar la violencia de género, o para “normalizar” la orientación sexual? ¿No será que los padres de familia también deberían recibir “educación sexual”?
La invención de la educación sexual evidencia que en los seres hablantes la sexualidad no es un instinto ni es natural. La sexualidad humana es una pulsión, una posición subjetiva, una orientación, una relación y una práctica que se estructura a través de un proceso atravesado por el lenguaje, y que para cada uno empieza antes del nacimiento. Si bien la sexualidad requiere de un organismo funcional, lo trasciende y se proyecta más allá de su fundamento biológico. El proceso empieza en la estructura y dinámica familiar, a través de los deseos y expectativas de los padres, y de las identificaciones más tempranas de los niños y las niñas en la infancia. Continúa en la adolescencia y se va definiendo a lo largo de ella hasta la adultez. Un proceso sujeto a la posibilidad de diferentes destinos en aquello que se defina como una orientación sexual y sus prácticas.
Aunque no es desestimable todo lo que se transmita a los adolescentes como “educación sexual”, quizás su mayor valor estriba en la posibilidad de que esta funcione como un espacio para que ellos y ellas puedan desplegar su propia palabra, construir sus propias preguntas y reflexionar acerca de su propio proceso individual. Porque si bien cualquiera puede aparecer como un experto en educación sexual para transmitir información sobre anatomía y fisiología, y para inocular supuestos valores, no todos los adultos están dispuestos a escuchar, a crear un espacio para las preguntas, y a asumir aquellos cuestionamientos que quizás los reenvíen a su propia historia y a la estructuración de su propia sexualidad. Entonces… ¡Sí a la educación sexual! Pero no hay que esperar que ella reemplace a la función parental en la estructuración de la sexualidad de los hijos. (O)