En el rosario de libros que vamos encontrando por el camino hay muchos que se olvidan y otros que se presienten marcados para quedarse. Canción de tumba (2011) del mexicano Julián Herbert, otro de los invitados a la Feria Internacional del Libro del presente año, es de estos. Su potente relato, lleno de algunas de las más feroces elecciones de la posmodernidad, queda para el rumio, para la aplastante constatación de cuán frágil y al mismo tiempo fuerte es la condición humana.

Herbert trabaja con la más directa materia prima que le da su ambiciosa creatividad: su propia vida, ella se convierte en el texto en un narrador que se llama como él, que nace en Acapulco como él y que como él, cruza por caminos, pobrezas y padrastros de la mano de su madre, prostituta. No hay aproximación siquiera a la tragedia, sino un abordaje directo, descarnado al rostro del avatar que conduce a las personas por sendas envilecidas. La madre –que cambia de nombres, que ama los boleros y educa cinco hijos de padres diferentes– es un personaje multifacético del que emana el amor en condiciones adversas. Por eso el narrador no oculta que muchas veces sintió odio por ella, pero no deja de aclarar “que la he amado siempre con la luz intacta de la mañana en que me enseñó a escribir mi nombre”.

La novela cierra su círculo al pie de la cama de hospital de la madre, donde el hijo acampa para cuidarla de una leucemia. El rostro amarillo de la enfermedad y de la gradual destrucción se va mostrando junto a los recuerdos, sacudiendo el árbol del pasado y haciéndonos conocer las heridas del hombre ya crecido: literatura, amores, música, hijos y una tenaz adicción a las drogas lo detienen frente a la madre. No hay balance, solo flujo de memoria, vuelo de delirios. Afuera y adentro hay acumulación de signos: las evocaciones levantan un trasfondo social, un país complejo donde la burocracia y la corrupción, la mediocridad y la mentira se alternan con la lucha individual de un protagonista tan escritor como el mismo Julián Herbert.

Cuenta el autor que tecleando en las largas noches de cuidado a la madre, se dio cuenta de que tenía material para una novela. El vientre del relato está lleno con hechos de hilos distantes –dos viajes reales a Alemania con exploración de calles y plazas, otros más bien imaginarios a La Habana, Cuba, con despliegue de música, mujeres y drogas– que corroboran que la narrativa puede expandirse en una amplia tela de araña mientras no pierda la unidad. Una línea a modo de verso señala el segundo derrotero artístico de la vida de Herbert: “Mi madre no es mi madre. Mi madre era la música”, pista para completar esa otra faceta que lo lleva a ser un cantautor, miembro de una banda de rock.

La prosa de Herbert es ingeniosa, musical, llena de referentes de variados registros. Puede conducirnos del dato científico –la metáfora del pepino de mar– al hecho periodístico mexicano de dolorosa violencia –el asesinato del líder sindical Román Guerra–. A ratos, unos efluvios de humor negro sazonan pasajes; en otros, una ternura sólida nos permite entender su vivencia de las relaciones familiares.

Tumba de la madre, única tumba. (O)