Jefferson Pérez Quezada es, sin lugar a dudas, uno de los ciudadanos más destacados de la historia republicana del Ecuador. Deportivamente hablando.

Hombre honesto. Emprendedor. Disciplinado. Motivador. Y por ello, mediático así esté alejado de las pistas. Es el único deportista que ha logrado hacerse de dos medallas olímpicas, por su riguroso trabajo, y esa distinción lo proyecta al renombre. Lo que le falta pulir en política –un exceso de ingenuidad, tal vez– lo va a lograr en la cancha.

En esa línea –de planificador permanente y seguro de lograr el éxito propuesto– ha inspirado a miles. A millones. Es uno de los más altos orgullos de Cuenca. Y en su ensayo de transparencia constante ha anunciado que sus metas cíclicas pasan ahora por el servicio público en la Alcaldía de Cuenca a mediano plazo, y en la Presidencia de la República después.

No es la primera vez que su nombre irrumpe en la agitada vida política ecuatoriana, como una opción. Anteriormente se ha negado porque –él mismo lo ha dicho– le hacía falta formación, y por ello se fue del país a estudiar carreras afines con la administración.

Está de regreso y digamos que no tuvo la suerte que se merecía. Recibió una de las lecciones fundamentales en materia de comunicación pública: comparó a la ciudad de la que quiere ser alcalde con una mujer madrugadoramente desaliñada, ofreció peinarla, maquillarla y educarla, y de regreso recibió furibundas críticas en redes sociales por la desafortunada metáfora.

A la respuesta la adobaron con un poco de picante propio de la mala política: memes, ataques de trolls, hiperbólicas descalificaciones y hasta declaraciones de persona no grata.

Y si algo puede rescatar Pérez del mal momento es precisamente desistir de su pretensión de hacer de la ciudad de los cuatro ríos lo que muchos otros políticos profesionales se adelantaron a “inventar”: un maquillaje que le dé una belleza artificial a una urbe naturalmente hermosa.

Digo, ya bastante hemos concedido los cuencanos al aceptar los antojadizos diseños de plazas y parques, por ejemplo, luego de que mandos medios o jefes departamentales se “europeizaron” tras fugaces viajes por el Viejo Mundo. Y reemplazaron el césped por el hormigón.

Muy pronto las nuevas generaciones no sabrán de la utilidad que tuvieron dos icónicas calles del Centro Histórico y que de ahora en adelante servirán como carriles exclusivos del tranvía. Y claro, quizá el consuelo será que nos pareceremos más a esas postales que los funcionarios viajeros coleccionan en sus diarios de viaje.

No estimado Jeff. Cuenca, ahora más que nunca, necesita de una verdadera visión de ciudad. No solo de un maquillaje que la haga ver más hermosa o más inteligente. La ciudad guarda un patrimonio –aunque disminuido– que la hace única. No necesita reemplazar la flora nativa por palmeras para parecerse a Miami, o pintar unas fachadas y esconder lo autóctono para engañar a los turistas.

Ahora más que nunca se requiere devolverle esperanza a su gente miserablemente quebrada por las obras, cuyos prolongadísimos retrasos poco importan a los actuales administradores.

Necesita reconectarse con el país al que tributa, aunque por el momento estemos desaliñados y soportando un reelectorero maquillaje. Una ciudad a la altura de su gente. Aún lo puede replantear. Buena suerte.(O)