Guayaquil recurre de manera reincidente a un modelo urbano considerado caduco y errático en otras partes del mundo. Me refiero al desarrollo que se da alrededor de ciertas carreteras de la ciudad. Primero ocurrió en la vía a Samborondón. Desde hace algunos años aquel modelo ha sido implementado también en la vía a la costa.

El proceso se da de manera similar en todas partes. Las zonas residenciales que se construyen en los bordes de las ciudades se conectan con el interior a través de vías de circulación rápida, para que los habitantes de los suburbios puedan ir a trabajar y realizar sus demás actividades en las infraestructuras urbanas ya existentes. Con el tiempo, la distancia entre la vivienda y el trabajo se vuelve incómoda. En los casos de las urbanizaciones hechas para las clases media y alta, la distancia significa una mayor dependencia del automóvil; es decir, más tiempo perdido en el tránsito, más contaminación y menos tiempo en nuestro trabajo o con nuestras familias. De a poco, las actividades complementarias se van insertando; como restaurantes, centros comerciales, gimnasios, etc. Todo va bien hasta que aparecen los atolladeros de tránsito, por el incremento de actividades y residencias, que no se ve acompañado con el aumento del número de vías alternas. Ya para cuando los espacios destinados a la actividad laboral se establecen en estos sectores, la movilidad tiene momentos de colapso diario; las llamadas “horas pico”.

En resumen, la ciudad comienza a concentrar sus actividades en zonas periféricas, las cuales dependen exclusivamente de las vías de circulación rápida. Dichas vías se convierten en una suerte de “tripas”, de las cuales depende todo. Y tal como suele ocurrir con las vías digestivas, estas se suelen congestionar y complicar.

Antes de buscar culpables, creo conveniente preguntarnos por qué este modelo suburbano tiene tanta aceptación en el Guayaquil de nuestros días. En mi opinión, el primer factor es la comodidad. Quienes participan dentro de este sistema urbano requieren del automóvil casi de manera obligatoria. ¿Cuántas personas conocen ustedes que vivan en la vía a Samborondón o en la vía a la costa, que no tengan carro? Puede que un carro nos signifique consumo de dinero y tiempo, pero muchos prefieren este medio de transporte, pues los mantiene aislados del clima y de los deficientes espacios exteriores que suelen haber contiguos a las carreteras.

El auto es la coartada perfecta para eludir los espacios públicos, y si no padecemos vivencialmente sus defectos y falencias, jamás exigimos que los reparen. La calidad del espacio público está íntimamente relacionado con cuán caminable es, y cuán placentero nos resulta recorrerlos. Cierto es que el clima de Guayaquil no es nada amigable, pero, quizás en lugar de negarlo, deberíamos buscar formas par mejorarlo. La sombra que producen los árboles de copa ancha, típicos de nuestras tierras, pueden servir como medio para apoderarnos de espacios agradables, que inviten a todos al paseo peatonal, y a dejar los automóviles guardados en los garajes de nuestras casas.

Háganle un favor a sus nietos: siembren árboles dentro de nuestra ciudad.(O)