Nos mudamos a vivir en Quito a inicios del verano de 1966. El sol, los arupos, el azul intenso del cielo y el imponente Pichincha dieron a esas vacaciones una felicidad grande, distinta, nueva. Andar todo el día en el patio de la nueva casa, sin que mamá me persiguiera con su cantaleta de “Móooonica, ponte un saco”, me daba una sensación de libertad también grande, distinta y nueva. Pero al caer el sol y esperar que papá llegara para la cena, al ver que las noches no tenían las estrellas que poblaban el cielo en Latacunga, al no escuchar el río, el viento y sentirme lejos de todo lo que me pertenecía, me invadía la ansiedad. Una contradicción se me instalaba en el pecho. Intentaba pensar en el sol del día siguiente, en los posibles juegos y tal vez en algún viaje en bus, pero no lo lograba, era pequeña pero me faltaba el aire, tenía 8 años, pero un nudo se me instalaba en la garganta cada atardecer, cada noche. La sensación de que mis padres habían tomado la decisión incorrecta me invadió todo el verano de 1966.

Este verano he vuelto a sentir una contradicción instalada en el pecho. He seguido de cerca el proceso argentino para la aprobación de la ley del aborto, he visto con asombro las terribles cifras del aborto clandestino y la negación de una parte de la población a ver esta realidad.

Muchos países en particular, la Iglesia católica y el mundo en general no ven la sexualidad humana como una realidad. Como algo innato a la naturaleza del ser humano, ligada a esa naturaleza que es justamente la que evidencia la existencia de Dios para todos los creyentes. Sin embargo, la negación continúa, la Iglesia sigue imponiendo el celibato a sus sacerdotes y muchos (más de los que quisiéramos) continúan violando niños, seduciendo jóvenes ingenuas y hasta con retardos mentales. ¿Siguen sus instintos naturales, acaso?

Las chicas con dinero abortan en Miami o Londres, las pobres mueren, rezaba uno de los carteles de quienes entendían esta ley como un derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, como una ley por la vida. La vida la da Dios y solo él la quita, afirmaban quienes pedían el rechazo de la ley por considerarla contra la vida.

El nudo en la garganta, la ansiedad, la contradicción se me instalan en el pecho al pensar que chicas violadas o que se embarazaron accidentalmente recurrirán a comadronas irresponsables, clandestinas e ilegales a hacerse un aborto, porque eso no parará. Continuará no solo en la Argentina, el aborto ilegal seguirá causando muertes por impericia, por suicidio, por angustia en cientos de miles de mujeres de toda nuestra América.

Creo que es hora de que todos los países empecemos a hablar de este tema. No es esta una ley que pueda aprobarse a río revuelto, no. Esta debe ir acompañada con educación, con controles eficientes y análisis de cada caso. En definitiva, con responsabilidad.

La sensación de que los senadores argentinos han tomado la decisión incorrecta me invade este verano, distinto al de 1966. (O)