Recientemente circuló un video a través de redes sociales en el que tres individuos, cual jauría de perros, arremeten contra un guardia de la ciudadela La Cumbre, en Guayaquil. La banda de cobardes, porque eso es lo que son, no contentos con usar sus puños se armaron de un tolete, sillas e incluso un ventilador para agredir a su víctima, la cual se encoge en una esquina incapaz de defenderse. La indignación que ha causado este video no solo proviene de la brutalidad de su contenido, sino de su contexto, ya que los matones que aparecen en él resulta que son usuarios de la garita de esa ciudadela, los cuales agredieron al guardián por no haberle dado paso a un residente quien, en respuesta, cometió el violento acto junto con sus dos hijos.

Así, parece ser que lo que detonó la agresión fue que la frágil autoestima del residente no fue capaz de soportar que una persona de un percibido estatus inferior haya osado impedirle la entrada a su domicilio. Como lo confirmó un audio que ofrece un torpe intento de justificar la conducta, la paliza que recibió este guardia fue merecida ya que este último actuó de manera ‘altanera’. Del mismo modo, otro audio que intenta hacer apología de lo ocurrido indica que no es posible que “un empleado insulte y falte el respeto a un propietario”. Que en ninguno de estos audios se ofrezcan disculpas o se haga acto de contrición alguno simplemente confirma la idea de que los perpetradores sienten que estaban en su natural derecho de agredir a este “inferior” para ponerlo en su lugar.

Este natural derecho que sienten los de “arriba” para agredir a los de “abajo” a menudo encuentra escudo dentro de la impunidad que ofrece nuestro sistema de justicia, el cual también está mancillado por el racismo, clasismo y corrupción que envenenan a la sociedad ecuatoriana en general. Los agresores sabían perfectamente que del mismo modo que su víctima sería incapaz de defenderse en contra de múltiples atacantes, tampoco contaría con los medios económicos o estatus social para defender sus derechos ante los tribunales. Sabían perfectamente que, con mover influencias y dineros, lo que a todas luces es por lo menos un delito de lesiones con las agravantes de alevosía, ensañamiento y múltiples participantes, quedaría prácticamente impune. Fue solo la casualidad de que este video se haya viralizado lo que ha impedido que este abuso, a diferencia de otros, pase desapercibido.

No es de extrañarse que sociedades como la nuestra, donde prima esta cancerígena prepotencia, eventualmente se conviertan en nidos de víboras demagogas. El justo resentimiento del oprimido fácilmente se tuerce en destructivas fantasías de venganza de clase, algo que ha sido explotado por regímenes tiránicos desde la antigüedad. El propio régimen correísta, del cual por fin parece que nos hemos librado, fue un maestro en emplear este odio y resentimiento para justificar sus atropellos. Así, que se haga justicia en casos como este no solo es un imperativo moral y legal, sino un requisito elemental para una pacífica convivencia social y un estable futuro político.

No puede haber paz sin justicia. (O)