Dada la tendencia a subestimarnos (¡incluso después de clasificar a tres mundiales bajo el lema “Sí se puede”!), ¿qué hubiéramos pensado hace 50 años sobre nuestra capacidad para preservar la joya que son las islas Galápagos? Creo que, en general: “Lo vamos a hacer mal, las islas se van a destruir”.

Acabo de estar ahí dictando clases en la extensión de la Universidad San Francisco en San Cristóbal e, igual que otras dos o tres veces que he tenido la suerte de estar ahí, mi impresión es siempre la misma (quizás errada, pero muy sentida): no lo hemos hecho nada mal, no perfectamente, pero sí bastante bien. Muchos otros países lo hubieran hecho ciertamente peor; y pocos, mejor. Si los animales se hubieran sentido maltratados, quizás se habrían alejado o tendrían actitudes más confrontativas, y no es así: siguen tranquilos, compartiendo y generando el encanto único de las islas. La mayor parte de senderos o lugares de visita están bien tenidos, limpios, se ha logrado transmitir a la gente (locales y visitantes) el sentido de cuidado, etcétera (por supuesto, hay otras cosas que visiblemente no se hacen bien).

Claro, hay problemas, y el primero es determinar cuántos turistas pueden recibir las islas, sin caminar hacia su destrucción (tema delicado, porque algunos efectos de un eventual exceso solo aparecen en el largo plazo y pueden ser irreversibles). Recuerdo que hace menos de diez años se hablaba de 120.000, luego subió a 180.000 y, según entiendo, actualmente llegan a 250.000. No sé cuál es la cifra mágica, pero un aumento tan grande en poco tiempo suena extraño y preocupante.

Detrás de esto hay evidentemente una decisión política (en el sentido sano de la palabra), escoger entre desarrollo económico y sustentabilidad. Por un lado están sobre todo turismo y pesca; por otro lado, la conservación y los conservacionistas. Sin duda se pueden combinar, claro que sí, pero hay puntos de quiebre.

Y también el lado humano: que se pueda disfrutar de este paraíso. ¿Hasta dónde uno y otro? Para unos, hay métodos gubernamentales que resuelven el dilema (prohibir, imponer, regular); para otros, métodos más liberales (cobrar precios que reflejan la escasez presente y futura, utilizar mecanismos de propiedad, etcétera), yo me inclino sin duda a lo segundo, pero cualquiera sea el camino hay que escogerlo, trabajarlo inteligentemente, compartirlo y eso se llama política (en el sentido sano). Y es esencial que la política no se incline hacia un lado por intereses corruptos. En San Cristóbal mismo, se dio hace poco una discusión agria porque se habían “vendido” playas prístinas y la posibilidad de grandes concesiones hoteleras, muy probablemente a algunos “amigos” del anterior Gobierno (lo cual no me sorprende), al final la gente se unió y paró el carro. Eso no es política, son compadrazgos.

Lo que sí necesitan las islas es lo que el mundo llama clusters, gente que mantiene vivo el espíritu de competencia (esencial para caminar con más calidad), pero al mismo tiempo colabora en el interés de todos. Y en Galápagos hay mucho por hacer. Hemos hecho bien, debemos mantener y mejorar.

(O)