Algo realmente obvio, de pronto tomó mayor significado. Un amigo explicaba que hacer el plato de fanesca, con los diferentes granos que lleva y los diferentes ritmos de cocción que supone, en familia, era como unir a todos los hijos y parientes alrededor de la cocina y juntar las diferencias para preparar algo exquisito en el que todos se sentían y se sabían parte.

Y comencé a unir experiencias propias y comentarios ajenos, interrogantes, reflexiones, para ir creando certezas que tardíamente me resultan evidentes.

Cuando hace muchos años viajaba con frecuencia de Riobamba a la Costa, el motivo de mayor alegría era pensar en los choclos de Pallatanga, eran un manjar fresco y exquisito.

Siempre me sorprendía que los comentarios de muchos viajeros giraban alrededor de la comida degustada en varios lugares cuando a mí me atraían los paisajes, las personas y sus costumbres. No se me hubiera ocurrido emprender un periplo para comer un determinado plato. Un vecino comentaba apenado que en un viaje largo no pararon para comer algo en el camino y ese trayecto resultó insípido, aburrido e interminable. No comprendía que no se hiciera un alto para probar los manjares del lugar.

Cuando viajé con jóvenes a Argentina, me llamó la atención su constante comparación de la comida que conocían en su casa con aquella que le brindaban, eran como incapaces de aceptar y probar las diferencias. Lo conocido les brindaba seguridad. Estaban aburridos, decían, de comer milanesas, pero cuando llegaron les pidieron a sus madres carne apanada, es decir, casi exactamente lo mismo.

Me encanta cocinar y mientras cocino me gusta pensar en el lugar donde crecieron las plantas y frutos que utilizo, el transporte que las trajo hasta mi hogar. Me gusta cocinar en silencio. Me cuesta mucho pensar en los animales sacrificados para convertirlos en un sabroso seco, pero puedo asumirlo. Más intrigante me resulta la rapidez con que desaparece un plato de comida cuyos ingredientes han llevado meses en poder transformarse en la delicia que comemos.

Y de pronto comencé a entender que así como la cocina es el corazón de una casa y debe ser amplia, cómoda y hermosa, la comida puede lograr milagros que no logran los mejores conferencistas. Muchos acuerdos se anudan alrededor de una mesa con una copa de vino entre manos. Es muy difícil comer al lado de alguien con quien no te entiendes o estás disgustado, y muy triste comer en solitario como a veces se ve en muchos restaurantes, o cada uno por su lado viendo televisión como sucede en bastantes hogares.

Las religiones han señalado ese aspecto sagrado del comer juntos, en la católica es centro del rito de la común-unión. No solo con Dios, sino con los demás.

Por eso los miles de personas que se desplazaron al festival de las huecas con motivo de las fiestas guayaquileñas son una muy buena noticia y un acontecimiento para celebrar. Es el espacio en que se construyen confianza, alegría y paz emocional.

Esa paz y seguridad tan buscada, anhelada, centro de conferencias de expertos, debates y libros, quizás pasa también por una comida compartida, sin prisas y con admiración. (O)