Dos investigadores catalanes y uno británico acaban de publicar un artículo académico que lleva como título ‘Urbanismo utópico, realidades distópicas: una etnografía (im)posible en Yachay, ‘ciudad del conocimiento’”. Se trata de un balance crítico de Yachay como proyecto emblemático de la revolución ciudadana. A decir de los autores, en él se condensan una serie de contradicciones entre las promesas del cambio y la transformación, y la realidad, entre lo que se imaginaron nuestros revolucionarios y la forma autoritaria como la impusieron.

Yachay debía ser una ciudad del conocimiento hipermoderna, donde se produjera la tecnología que le permitiría al Ecuador cambiar su matriz productiva extractivista, el lugar –una suerte de utopía espacial– desde donde se transformaría toda la sociedad. De acuerdo con la información disponible, citada en el artículo, entre el 2012 –cuando empezó su construcción– y el 2017, en el proyecto se iban a invertir 1.041 millones de dólares. Debía extenderse sobre una superficie de 4.489 hectáreas de tierras altamente productivas del valle de San Miguel de Urcuquí, expropiadas a sus dueños. El investigador Arturo Villavicencio, citado en el artículo, ha dicho que Yachay estaba llamado a sostener la ilusión del cambio hacia la hipermodernidad. Un delirio de brujos.

Hay un aspecto en especial del artículo que quiero subrayar: la censura impuesta a los investigadores con toda clase de obstáculos para su trabajo de campo. “Se desplegaron una serie de estrategias para bloquear nuestros esfuerzos de investigación: la indiferencia a las solicitudes de información, la interferencia con nuestros métodos de investigación, la vigilancia de nuestro trabajo y el cuestionamiento de nuestra ética profesional. Esto culminó en la negativa pura y simple de acceso al campo para realizar entrevistas y observaciones in situ”. La información, agregan los autores, la hemos obtenido a pesar y en contra del Estado ecuatoriano.

Dos razones explican la censura a su trabajo. Por un lado, Alianza PAIS no admitía ningún ejercicio de crítica social a la gestión gubernamental. Cualquier crítica se consideraba un cuestionamiento al proyecto de transformación. La lealtad –tan exaltada en estos tiempos de transición– se entendía como silencio político solidario con la causa revolucionaria. De otro lado, y más grave aún, querían esconder el proyecto, volverla una ciudad prohibida, para ocultar los errores de planificación, la “escandalosa” falta de participación de las comunidades que viven en el hermoso valle, y la “vulneración de sus derechos constitucionales”. Las 1.500 familias de comuneros –se afirma en el artículo– han sido llevadas a una condición de marginalidad, a vivir la escasez y la incertidumbre frente a la opulencia de la ciudad hipermoderna, a sufrir agresiones y experimentar desencantos profundos. Una concepción trasnochada, autoritaria, torpe, ignorante de modernización –los adjetivos son míos– les llevó a los genios revolucionarios a imaginar una “ciudad in vitro”, “sin historia”, por fuera de su contexto local y regional, como si nada existiese en Urcuquí, como si todo pudiera empezar de cero.

El artículo comentado muestra a Yachay como un proyecto emblemático de las contradicciones y torpezas de la revolución ciudadana. Un espejo donde ver la arrogancia de una seudoizquierda, sus burdas concepciones modernizadoras, su arrogancia intelectual y su paranoica intolerancia a la crítica.

(O)