El poscorreísmo es un movimiento confuso, ambiguo, envolvente. Todo paso que damos hacia la superación de la década correísta nos parece insuficiente; y a la vez, nos alejamos cada día de la revolución ciudadana. El país sabe que debe mirarse más allá de Correa, y al mismo tiempo encuentra en ese fenómeno político su propio espejo: no puede reconstituirse sino en relación con sus políticas, proyectos, instituciones, corruptelas, abusos, delirios, excesos, miserias antidemocráticas.

Correa tiene una presencia que es a la vez fantasmal y material, imaginaria y corporal. Sobrevive a través de grupos pequeños, hoy dispersos, convencidos de que sigue representando la transformación social, la promesa redentora, un populismo con aires de izquierda; sobrevive como rezago ideológico. Pero es, a la vez, una presencia física, corporal, con la cual nadie sabe qué hacer ni cómo reaccionar. Hemos presenciado en estos días una escena que se presta a toda suerte de interpretaciones, cuando un periodista lo maltrata y humilla en una calle de Bruselas mientras paseaba plácidamente junto a su hija. Un cuerpo incómodo que genera reacciones violentas, pasionales. Correa sabe que su cuerpo es incómodo, a la vez que enfrenta un dilema: si volver al Ecuador y someterse a la justicia quizá para ir preso un tiempo, pagar sus culpas y de ese modo limpiar en algo su imagen; o asumir el riesgo de un exilio casi perpetuo. Un cuerpo castigado pero real, o un cuerpo exiliado pero fantasmal (como lo fue Bucaram).

Nos sentimos alejados del correísmo cuando pensamos en Glas preso, en Pólit huido, en Serrano –el pequeño grandulón– invisibilizado, y en el exfiscal Baca destituido por abrumadora mayoría. Pero nos sentimos de lleno en él, sumergidos en sus peores expresiones, cuando vemos a Diego Guzmán, uno de los hacedores de toda la farsa del 30-S, como presidente del directorio de Seguros Sucre, la inmensa aseguradora del Estado, envuelto en una confusa polémica. Una persona servil del correísmo, con pocos atributos personales, enquistado en el gobierno de Moreno. ¿Cuántos enclaves correístas solapados y protegidos subsisten? ¡El país y el Gobierno aún no saben cómo lidiar con muchos rezagos revolucionarios!

Los filósofos posmodernos incorporaron el prefijo pos para señalar el dilema en el que se encontraba Occidente a finales del siglo XX: no podía verse más en los ideales de la modernidad, en la forma como había pensado la libertad, la emancipación, su propio devenir histórico, el progreso, desde fines del siglo XVIII; pero tampoco había llegado el tiempo ni encontrado el lenguaje para pensarse fuera de ese proyecto. La posmodernidad no era una promesa, era un dilema histórico.

El poscorreísmo es lo mismo: un dilema histórico. No podemos imaginarnos más el país desde la última década, menos todavía desde Correa, pero al mismo tiempo están presentes en cada uno de los movimientos y pasos que damos para liberarnos de su presencia perturbadora. Se requiere tiempo, esfuerzo político, crítica social seria, rigurosa, consistente, ánimo democrático, y distancia histórica. Solo cuando tengamos una visión más clara de su lugar en la historia política del país, de lo que representó, de lo que nos distancia efectivamente de él, habremos terminado esta transición tormentosa, confusa, en la que nos envuelve la sensación de avanzar y retroceder, de victoria y derrota general.(O)