Las luchas entre el bien y el mal, entre el orden y el caos siempre llamarán la atención. Por eso tienen tanto éxito las novelas negras y las series de televisión que muestran los afanes de las instituciones de servicio público para controlar la amenaza constante de quienes pretenden vivir al margen de la ley.

En esa línea de mis habituales consumos de ficciones de todo tipo, fui a dar a la serie española que da título a esta columna. Ya lleva más de un año de emisión diaria y apunta al corazón de aquello que impacta al receptor común: un dúctil marco para las acciones –una comisaría de barrio en la ciudad de Madrid–, unos personajes estables y otros salientes y el gradual desarrollo de problemáticas paralelas en torno de una principal. Los policías, desde el comisario hasta algunos de los oficiales tienen personalidad propia, se involucran en casos demandantes y tienen vida privada, de tal manera que el guion siempre tiene varios hilos de los que tirar.

Entre los principales brotan dos mujeres que son inspectoras. En una distancia de edades de madre a hija, empujan una relación de autoridad y subordinación, pero también de protección y consejo. La joven está embarazada de un compañero que murió por venganza del delincuente mayor y vamos asistiendo de manera convincente a los problemas de una mujer policía que tiene que pasar del patrullaje al escritorio por razón de su estado. Es bueno que la serie dé cabida a todos los avatares del mundo contemporáneo: desde esa pequeña crisis del sexo –vocación por un quehacer, impedimento por maternidad– hasta los grandes problemas de la adicción a los videojuegos, mal manejo de las finanzas y tráfico de drogas.

Una sospecha de corrupción –aunque haya sido como coartada– enturbió durante un buen tiempo a un personaje principal. El argumento nos volteó a los espectadores de una actitud de rechazo –he constatado cuánta natural animadversión fluye ante el representante de doble rostro, ante la actuación tortuosa– a un suspiro de alivio. Queremos creer en autoridades incólumes, necesitamos sentir que estamos permanentemente defendidos por profesionales de convicciones y principios, que han jurado, como lo dice el lema policial, “servirnos y protegernos”, hasta las últimas consecuencias.

Con esta clase de servicio público ocurre como con el magisterio de una sociedad: le entregamos lo más valioso de nosotros: nuestra condición de indefensos ante el mal, así como nuestro desconocimiento. El trabajo de ellos llena un enorme vacío, afianza el crecimiento colectivo, nos fortalece como comunidad. Y por eso deben recibir desde justas remuneraciones hasta respeto y consideración de los conciudadanos.

Como ven, no se trata de una serie americana, de esas que pasan más horas en los laboratorios de investigación criminalística que en la interacción entre los policías y sus búsquedas. Pone en juego cálida humanidad –la dueña de la cafetería, el médico del centro de salud, los abogados del bufete de atención social– frente al constante asalto del delito. Sé que estamos lejos de Madrid y su realidad, pero al mismo tiempo creo que esta pausa de ficción deja en el aire lecciones bienintencionadas.

Y de eso también se trata cuando vemos televisión. (O)