Familias reguladas por el orden jurídico y social. O uniones de hecho, sin papeles de por medio, cuya ortodoxia las hace ver como naturales, de tácita integración y aceptación de parte de los congéneres. Cuando se trata de la unión de un hombre y varias mujeres, sí levanta la voz la sociedad por la evidente poligamia, que de todas maneras tiene un rostro desde el pasado o en ciertas culturas orientales. Los dos casos vienen en las noticias de recientes fechas.

El matrimonio Turpin, en un pueblo de California, mantuvo hasta mayo de este año en estado de secuestro y de tortura a 12 de sus 13 hijos. Porque una de las niñas se escapó por una ventana, la policía tuvo acceso a una casa donde se hacinaban los niños en estado de mugre y desnutrición, algunos encadenados a sus literas. Prohibidos de salir a la calle. Negados a cualquier escolaridad. Hoy esos padres están acusados de 49 cargos, entre los que figuran tortura, secuestro, abuso infantil, perjurio. Tendrán que venir los psicólogos para que el común de los mortales pueda entender algo de las razones de este comportamiento que maltrataba de manera tan constante y feroz a sus propios descendientes, la mayoría de ellos en tierna edad infantil.

En España, en un pueblo de la provincia de Granada, un sujeto de 61 años convive con tres mujeres y ha procreado 36 hijos. La unidad de convivencia –albergada en un barracón donde solo hay camas, sillas y escasos enseres de cocina– refugia a 34 personas, de las cuales los servicios sociales acaba de retirar a 13 menores entre 3 y 15 años de edad, por considerarlos en riesgo de maltrato físico y emocional, abuso sexual y negligencia.

Ambos casos son buena muestra de una eficaz intervención del Estado para salvaguardar la vida de menores, aunque cualquiera pudiera dudar de la suerte real de niños que van a parar a transitorios hogares de acogida o a instituciones públicas. La historia está llena de tortuosos casos de desarrollo emocional de individuos cuya infancia y adolescencia estuvo desamparada de afectos paternales. Resulta doloroso aceptar que la familia propia haya sido el escenario de la degradación física y psicológica de seres débiles, atados por su indefensión a padres destructores.

La sociedad defiende la familia como célula naturalmente protectora. Sigue creyendo en ella y luchando por mantenerla cerrada en torno de principios y valores constructores de la sana individualidad, al mismo tiempo que impulsa el intercambio armónico con los demás. Cuando llega la hora de compartir con la educación formal estos cometidos, los educadores participan del empeño, con el voto de confianza de los padres y madres de familia. ¿Algo de eso no hay en la situación vivida por el plantel quiteño que tuvo un maestro castigador, y cuya palmeta golpeadora fue defendida por algunos padres como medida necesaria? ¿Acaso no hay acuerdo hoy de cómo formar a los adolescentes para que adquieran orden y disciplina? Todo el que ha sido maestro sabe que un aula puede ser un campo de batalla desigual entre un grupo de malcriados y un profesor, donde la algazara podría impedir cualquier intento de trabajo.

Es cosa de pensar adónde nos llevan nuestros tiempos, con sus confusos signos sociales. (O)