Vengo de una larga vida de cinéfila. Gocé de la generosidad de una prima que matizó mi infancia con películas mexicanas, a cuya proyección yo asistía con la ilusión de quienes van al parque o a cumpleaños: “Los bandidos de Río Frío” y los cantantes de rancheras me fueron tan familiares que cuando leí que Rita Macedo fue esposa del gran escritor Carlos Fuentes, ella era para mí la heroína de una cinta inolvidable. Mi gusto por el humor cantinflesco quedó acuñado desde esos años primerizos y he sido fiel toda mi vida a los juegos de palabras y al ingenio popular, sin mezcla de chabacanería o agresividad.

Soy de la época en que se proyectaban dos películas por sesión, había luneta y galería y el himno nacional sonaba en los días de fiesta patria. Mi adolescencia tuvo el regalo de un par de salas de cine cercanas a mi domicilio a las que asistí con frecuencia, ensayando la aventura de acudir sola y aprendiendo a moverme del asiento cuando algún sospechoso se sentaba a mi lado. La vida universitaria me introdujo en la oportunidad de los cineforos y muy pronto seguí a Gerard Raad al local donde ofreciera sus sardónicos comentarios. Todo esto apoyado en la lectura de la revista chilena Ecran, que tuvo gran papel en la información sobre cine.

Cuando llegaron a la ciudad los “festivales” (nombre prestado a esas fiestas de alfombra roja y estrellas en vivo), que eran tan solo colección de estrenos, me di maña para acudir día a día a ver películas de ocasión especial, filmes europeos de escasa presencia en la preferente cartelera hollywoodense de Guayaquil. Quienes tengan buena memoria recordarán la enorme sala del Banco Central de la calle Pichincha, donde se repitieron durante algunos años esas memorables convocatorias.

Tuve otra sala a la mano para mi afición que fue el cine Inca, al final del barrio del Centenario, y aunque jamás he sido urdesina, acudí al cine Maya repetidamente, hasta a ponerme de cara al público en masivos foros dirigidos a adolescentes, como parte de un programa cultural que fomentaba una empresa privada. Le seguí el camino tecnológico al Betamax, al VHS, al DVD como medios para explotar el consumo cinematográfico en casa, así como en horas “muertas” vi televisión por cable indiscriminadamente, es decir, cualquier cosa.

Todo esto marca la vida de una tenaz receptora de cine que ha abandonado la pantalla grande. Poco a poco fui aceptando que se abría un abismo entre los asistentes y yo en la medida en que crecían los rumores en las salas oscuras, era más importante comer canguil e ir en grupo para “hacer relajo”, como decían mis alumnos. Cuando se impusieron los celulares y la gente no tuvo empacho en responder, entablar discusiones, escribir mensajes de texto abriendo focos de luz en la oscuridad, me di cuenta de que quien estaba de más era yo. Ni esos balcones colgados sobre la gente que son las “salas vip” me dieron tregua.

Ahora soy una cinéfila incompleta. Admito con pena que me pierdo mucho del fenómeno estético del cine cuando veo películas en las pantallas de televisores y tabletas. Mal cierre para una historia tan larga y tan ferviente. (O)