A los extranjeros les cuesta pronunciar Guayaquil, y peor aún, si no hablan español. También les resulta atípico, que siendo la ciudad más grande y poblada del Ecuador, no sea la capital. Ello bajo la lógica centralista enraizada en Latinoamérica y muchas otras regiones del mundo.

El centralismo local, que desde siempre se mueve por todas las arterias de la sociedad, y con el vigoroso combustible económico del erario público, no ha descansado en su proterva misión de pisotear, ocultar y subyugar a Guayaquil.

Generaciones tras generaciones, y adoptando diversas formas, la legión de defensores de la hegemonía capitalina ha seguido una meticulosa hoja de ruta encaminada a impedir el progreso de Guayaquil.

Disfrutaron la agenda correísta que era generosa en doble vía: por un lado, derrochaba fondos públicos para el regocijo de empresarios y burócratas de palacio, y por otro, atacaba a Guayaquil, su modelo de ciudad y el liderazgo de su alcalde.

Para desgracia de ellos, Guayaquil no cayó bajo la bota de Correa, y por el contrario, fue el último bastión de la resistencia a la dictadura, situación que hoy evitan mencionar siquiera, rogando porque el viento se lleve pronto todo recuerdo de la lucha que supimos dar, de pie, desde la ciudad del río y del estero, mientras ellos aplaudían la persecución y el despilfarro, o cómodamente miraban para otro lado.

Para quienes vivimos el Guayaquil de los impuestos prediales pagados solo en efectivo, y recibimos a cambio un papel de despacho impregnado de salsa de sánduche de chancho con un sello ilegible; para quienes nos acostumbramos a ver cerros de basura por toda la ciudad, a no visitar el Malecón Simón Bolívar para evitar un asalto, a caminar con el agua a la cintura por las principales calles de la ciudad luego de un aguacero, debido al taponamiento de las alcantarillas, a ver transitar tanqueros de agua por toda la ciudad, o a mirar hacia el cerro Santa Ana como una dimensión desconocida a la que subir era una suerte de suicidio, por citar unos pocos ejemplos, tiene mucho sentido intentar “blindar” el modelo de la ciudad.

Para quienes no sentimos el presupuesto general del Estado como propio, es fundamental buscar la manera de impedir que se desbarate todo aquello que a pulmón hemos conseguido los guayaquileños.

Es que lo que cuesta se defiende con uñas y dientes. Y es comprensible que no lo entiendan quienes siempre han tenido la protección y financiamiento estatal a unos pocos metros de distancia.

Por ello, desde esta columna, consideramos que la valiosa iniciativa de Alberto Dahik, sobre un eventual “blindaje” de Guayaquil, solo puede ser posible a través del voto responsable y meditado en las próximas elecciones, con la convicción de que nuestro progreso ha dependido, depende y dependerá exclusivamente de nosotros y, en consecuencia, a nosotros y, a nadie más, nos corresponde defenderlo. (O)