La condena al excontralor por la trama de corrupción de Odebrecht pone al desnudo la insolvencia ética del exdictador y de la mafia que lo acompañó por una década. Nunca el Estado había recibido tantos ingresos, fueron más de 300.000 millones de dólares. Es una cifra descomunal inclusive para la economía de naciones desarrolladas. Ante tanto dinero que llegó a las arcas fiscales, nunca los ecuatorianos tuvimos tanta necesidad de tener un contralor que sea probo, honesto, independiente y, sobre todo, un riguroso guardián de los dineros públicos, un escrupuloso auditor de las cuentas fiscales. Al estilo, por ejemplo, del Dr. Hugo Ordóñez Espinoza.

Pero no. Para el exdictador ese no era el perfil del contralor para su gobierno. Lo que el correísmo prefirió, y lo que tuvo durante diez años, fue un contralor que llegó a jactarse de no recibir coimas a través de compañías panameñas, sino al contado y entregadas a domicilio en grandes sacos. Ese contralor, al que tanto admiraban el exdictador y su pandilla, y quien fuera condecorado, es el que hoy está sentenciado por corrupción a seis años de prisión. El significado moral e histórico de este hecho no puede pasar desapercibido en medio de la vorágine de humores malolientes que expiden las alcantarillas del correísmo a medida que se las va destapando casi a diario. La sentencia condenando por corrupción nada menos que a quien fuera el contralor general del Estado nos dice todo sobre lo que fue la “década ganada”, sobre de lo que está hecho el exdictador y sobre sus alcahuetes.

Si hay que narrar la historia del régimen más corrupto que tuvimos en el Ecuador o contar la vida de quien lo lideró, si hay que enseñarles a los jóvenes sobre qué es la corrupción o escribir un libro sobre el tema, habría que comenzar por esa sentencia. Y es que esa sentencia desnuda y condena también a toda una sociedad, una sociedad permisiva, cómoda, que transige fácilmente con la ilegalidad, donde la extorsión, el tráfico de influencias, la hipocresía y el hacerse rico de forma fácil, rápida e ilegal es cosa tolerada y hasta admirada. Vean nomás cómo se pavonean los nuevos ricos del correísmo, reclamando reconocimiento social; hicieron fortunas a costa de los sobreprecios de la obra pública, los contratos petroleros amañados o prestando servicios de dudoso profesionalismo, y encima se ufanan de no pagar impuestos.

Es una sentencia que, de paso, echa por la borda la presunción de legitimidad que se supone deberían gozar las actuaciones de la Contraloría General. ¿Quién en su sano juicio va a creer ahora en los informes, oficios o auditorías producidos en la década pasada? El daño que esta gente le ha causado al Estado, a la sociedad, y, en especial, a los más pobres, que son los más perjudicados por la corrupción, es inconmensurable.

Al país le tomará años limpiarse de las pestilentes alcantarillas del correísmo. Es un camino complicado, pero los primeros pasos han comenzado a darse.

(O)