Hartos de empollar su descontento en los claustros universitarios, los estudiantes sacaron su voz a las calles. Expresiones políticas caleidoscópicas, polifacéticas, globales pero particulares a diversas circunstancias, inflamadas por ideologías similares, las comprendemos hoy bajo la etiqueta de “Movimiento del 68”. En la República Federal Alemana se gestó en los 60 y se consolidó en 1968 cuando doce mil estudiantes de la Universidad Técnica de Berlín, encabezados por la Federación Socialista Alemana de Estudiantes, marcharon contra la guerra durante el Congreso de Vietnam. La mayor manifestación del Movimiento, en Bonn, contó con sesenta mil participantes. Según el experto Kraushaar, se trató de “un movimiento de las élites urbanas, académico y relativamente pequeño”. Fue su magnitud internacional, así como la atención de la prensa, lo que construyó su protagonismo en el imaginario histórico como ideal de acción política civil, o lo contrario, rebeldía adolescente degenerada en violencia.

Los actores del 68 en Alemania Occidental no fueron las clases obreras, pero el marxismo tuvo un papel estelar (en plena Guerra Fría, la Stasi había además infiltrado el movimiento e indoctrinado a sus líderes). Chicos privilegiados, con acceso a educación universitaria, que despreciaban a sus padres (“burgueses conformistas en un sistema que todavía hedía a nazismo”), marchaban al grito de antiautoritarismo, anticapitalismo, emancipación, libertad sexual...

Lo que hubiera podido convertirse en momento clave del proceso democrático (democracia participativa, pluralidad de voces), se degradó en violencia e intolerancia. En abril del 68 en Fráncfort los manifestantes incendiaron galerías comerciales (“símbolos del capitalismo opresor”), y en Berlín el líder estudiantil “Rudi” Dutschke estuvo a punto de morir cuando el ultraderechista Josef Bachmann le disparó al grito de “cerdo comunista”. El Movimiento reaccionó contra el grupo editorial conservador Axel-Springer, acusándolo de agitar contra ellos desde su diario sensacionalista (que existe todavía): Bild Zeitung. Vandalizaron sus oficinas y exigieron su expropiación (mientras del otro lado del Muro, sus pares sufrían expropiación y represión de la libertad expresión), olvidando que sin tolerancia no existe democracia.

Ha pasado medio siglo y hoy nos preguntamos qué sentido tiene el legado del 68. Redentores del activismo civil son, por mencionar tres: la Revolución Pacífica (Leipzig, 1989) que propició la caída del Muro y el fin de la dictadura de la RDA; en 2018, el movimiento estudiantil de Parkland contra las absurdas leyes estadounidenses de descontrol de armas, y las marchas multitudinarias en España, en solidaridad con la joven violada por una manada de machos amparados por un sistema judicial indigno.

Otros, como la izquierda autónoma radical alemana, revelan el lado oscuro del activismo. En julio de 2017 en Hamburgo, durante la cumbre del G20, recibieron a los políticos y banqueros más poderosos del mundo con esta consigna: “Bienvenidos al infierno”. Los líderes de cuatro días de protestas callejeras violentas defienden su derecho a la resistencia, al ruido y la furia ante los abusos de un capitalismo fuera de control. Y si bien resultan indignantes los excesos de las élites financieras, así como también la descarada corrupción de los mal llamados gobiernos “socialistas” latinoamericanos, el resentimiento y la violencia han probado históricamente ser malos consejeros a la hora de generar cambios justos. Si en el seno de un movimiento por los derechos humanos o la justicia social se cuelan el odio, la sed de poder y venganza, hasta las causas más justas degeneran en represión, en sistemas totalitarios donde imperarán la corrupción, la doble moral, la persecución del que piensa distinto. ¿Existen vacunas contra el fanatismo y la radicalización que envilecen hasta la causa más noble? Autocrítica, sentido común, tolerancia, evitar la adicción al poder; respetar, por encima de cualquier ideología o ideal, la libertad y la dignidad humana.(O)