La universidad ecuatoriana aún no se recupera de la paliza que le propinaron Rafael Correa, René Ramírez, Enrique Santos y otros funcionarios sumisos controladores de la educación superior. Arrinconadas casi hasta el momento del nocaut, el correísmo sometió a las universidades imponiéndoles un orden tecnocrático y las puso groguis, según todas las acepciones del diccionario académico: la universidad ecuatoriana se halla aturdida y tambaleante, está atontada por causas físicas y emocionales, y sigue casi dormida, justamente cuando estamos celebrando el centenario de la reforma de Córdoba y el cincuentenario de Mayo del 68.

En estos festejos hay que ir más allá de Córdoba y del Mayo francés, pues estos son solo buenos recuerdos. En ambos procesos, los jóvenes fueron los protagonistas. En Argentina, en 1918 los desencadenantes de la protesta fueron inconsultos: un reglamento sobre el internado estudiantil, el aumento de la carga horaria en los estudios y la modificación en el sistema de calificaciones. Los estudiantes –que padecieron la represión del ejército– luchaban por un modelo no aristocrático de institución educativa. Al final, la democratización y la autonomía universitarias fueron conseguidas y siguen vigentes, al menos en el papel.

En Francia la chispa libertaria se encendió por el carácter represivo y autoritario de la educación francesa. En marzo de 1967 los estudiantes de la Universidad de París, en Nanterre, un suburbio con nutrida población africana, ocuparon la residencia femenina para protestar porque las muchachas sí podían entrar en las habitaciones de los hombres, pero los chicos no podían ingresar en los cuartos de las mujeres. Todos querían que el acceso fuera libre o que las residencias fueran mixtas. Las movilizaciones y las huelgas de este inconformismo, cuya rebeldía se extendió a universidades europeas y norteamericanas, luego desafiaron políticamente a lo establecido.

Aunque en el gobierno de Lenín Moreno se han dado cambios visibles en la concepción de lo universitario, es fundamental que las universidades se sigan afirmando como un lugar desde el cual pensar, proponer y hacer algo concreto para servir al país. El espíritu crítico y autocrítico debe fortalecerse, incluso para mirarse ellas mismas en sus tareas y renovarse con responsabilidad atendiendo obligaciones y desafíos: conseguir un sistema universitario sólido y exigente, con instituciones que cooperan entre sí, pues las universidades no son –no deben ser– correas de transmisión del poder, como lo dijo Jaime Breilh, exrector universitario.

El Estado debe tratar a las universidades como organismos diversos que cumplen, bajo una perspectiva compartida y regulada, misiones diferentes. Las universidades no deben estar ya controladas con esquemas rígidos que pretenden encajarlas a la fuerza en un modelo único, antinatural a la misma idea de universidad. El principal control de la universidad deben hacerlo sus propios graduados; son ellos y el mundo laboral quienes confirman la valía o no de una institución de educación superior. El Estado debe ser un acompañante de las universidades. Solo así los estudiantes dormidos y los profesores y directivos aturdidos superarán la condición grogui en que el correísmo los dejó. (O)