La justicia ha entrado de lleno en la agenda nacional por la recuperación institucional rumbo a la democracia. La Plataforma para la defensa de la democracia y los derechos humanos convocó a una mesa de concertación sobre el tema y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos celebró una audiencia sobre la independencia judicial en el Ecuador. Esta nota transcribe el sentido de nuestra intervención en el debate en esas instancias.

Como el resto de América Latina, Ecuador, durante la década pasada vivió una curva del crecimiento de ingresos, la que adoptó la forma de un soborno del Estado a la sociedad mediante el consumo. Este engorde artificial de algunas variables económicas y sociales no incluyó al desarrollo ciudadano y de los sistemas institucionales. El deslumbramiento de los ecuatorianos con la riqueza subjetiva incluyó un intercambio entre el sacrificio de libertades civiles y políticas con la aceptación momentánea de un importante deterioro institucional, en el que la pérdida de independencia de la justicia se correlacionó estrechamente con una forma estatal autoritaria.

El abuso de la autoridad de la década pasada se ejerció contra una sociedad que apenas se recuperaba de la crisis nacional de finales del siglo. Y tuvo formas distintas de la oleada de los años setenta en América del Sur. La transgresión de los derechos humanos no atentó directamente contra la existencia de los ciudadanos, sino a través de un progresivo deterioro institucional, en que las mismas instituciones fueron modificadas sustancialmente convirtiéndolas en instrumentos del endurecimiento democrático. Proceso del que no estuvo ausente un componente populista y de seducción de la aceptación popular. El sistema judicial fue un ícono de este proceso.

La década pasada se caracterizó por un moldeamiento del Estado destinado a ejercer control sobre la sociedad. De un lado, la imposición de la noción lineal de que el Ejecutivo y sus operadores se habrían constituido en la residencia del bien público con exclusión de toda otra forma o actor. Mientras que, de otro lado, se procedió a un rediseño institucional en que las garantías para el ejercicio de los derechos que se ofertaron a la población consistieron en centralización política –de la mala política– y del excedente económico –que se lo concibió como una forma necesariamente espuria–.

El sistema judicial –especialmente en la relación entre justicia ordinaria y justicia constitucional– fue utilizado, de partida, como una modalidad política de congelar una correlación de fuerzas que se la entendía favorable a sus intereses. El entusiasmo participativo que desató el consumo económico alcanzó solamente hasta consagrar un precario y amateur diseño neoconstitucional, repleto de cerrojos e incapaz de reflejar demandas democráticas y de alojar una justicia de calidad. Paralelamente un hiperpresidencialismo exacerbado –que se autodefinió como la encarnación de todo el Estado– precisaba de una sustancial pérdida de la elemental autonomía judicial, la que se consagró mediante una consulta popular celebrada en 2011 y cuyo mandato, el presidente de entonces, la resumió como una autorización para “meterle mano a la justicia”.

El deterioro del sistema judicial –paralelo a la degradación de los otros sistemas como el electoral o de seguridad– se concretó mediante un modelo de gestión caracterizado por el cambio en las competencias del Consejo de la Judicatura, que adquirió la forma de concreción judicial del Estado disciplinario y de un proyecto partidario. En el Consejo de la Judicatura transformó a sus atribuciones administrativas en formas de control del ejercicio de la justicia. El uso conceptualmente distorsionado y la aplicación disciplinaria del “error inexcusable” y la “negligencia manifiesta” sumada a la personalización de la administración de justicia produjeron la subordinación de jueces a las razones de Estado.

Las razones de Estado liquidaron los grados de autonomía necesarios a la relación interfuncional con el Ejecutivo y con el Parlamento, más allá de la inapropiada creación de una función estatal de control social, que arrebató importantes porciones de ejercicio de soberanía popular a su sede natural. Las razones de Estado se asentaron también en sus cimientos: una Corte Constitucional descontrolada, sin legitimidad de origen ni evaluación, incapaz de gestar jurisprudencia coherente y sin contradicciones, con sentido de nación, y con una alta capacidad de decisión política en aparente reemplazo de los mecanismos tradicionales de representación.

Se desecharon la experiencia y las dosis necesarias de legitimidad y aceptación que requiere todo sistema judicial. La muy precaria profesionalización de los operadores de justicia está acompañada por la mediocre calidad de varios cuadros de la administración.

El resto del sistema judicial solo pudo colaborar con los deterioros anotados. La Fiscalía o la Defensoría Pública y la Defensoría del Pueblo acompañaron a la desubicación institucional. Experimentos y métodos diversos trataron de crear la imagen de tecno-burocratización del sistema judicial. Se desecharon la experiencia y las dosis necesarias de legitimidad y aceptación que requiere todo sistema judicial. La muy precaria profesionalización de los operadores de justicia está acompañada por la mediocre calidad de varios cuadros de la administración.

Desde las dimensiones de la pequeña política y de la manipulación de la gestión de la justicia inmediatamente se sofisticaron procesos de politización de la justicia –sujeción de los jueces a las decisiones del partido único– y de judicialización de la política –la utilización de la justicia para ejercer presión a los actores políticos–. Procesos agravados por el ejercicio presidencial caudillista que profundizó deliberadamente a la falta de independencia de la función judicial una vez que alcanzó forma institucional. El régimen pasado también utilizó a los mecanismos de propaganda del Estado mediante el uso de un fuerte descontento ciudadano con el sistema judicial, el que adquirió forma institucional distorsionada en las consultas populares de 1997 y 2007 como la mencionada de 2011. De este modo, la difícil construcción del Estado de derecho terminó reducida a la reproducción de formas de opresión de aquel poder político desde la instancia judicial. Se la redujo a provocar la aceptación de la justicia en ciudadanos convertidos en meros usuarios de un servicio público. La estructura valórica acerca de la democracia y la justicia por parte de los ecuatorianos ha quedado sumida debajo de las infraestructuras –edificios y computadoras– útiles solo para los consumidores beneficiarios.

En el último año, Ecuador ha abierto un proceso de recuperación de la institucionalidad democrática empujado fuertemente por el hastío ciudadano con el Estado autoritario y la corrupción, la necesidad de afrontar la situación económica como consecuencia, entre otros factores, del despilfarro, y el imperativo de rediseñar a sus instituciones. En el caso del Sistema Judicial, quizás con más fuerza que en otras áreas, se ha mostrado como necesario suprimir los estímulos institucionales al autoritarismo. Para ello es imprescindible reformar a las instituciones adecuándolas desde sus antecedentes autoritarios, los que actúan como un fuerte cerrojo. Esta adecuación que opera en el marco de un sólido mandato popular empezó con una recuperación de la tradición electoral nacional que impide la reelección presidencial perpetua de los caudillos –punto nodal de la reproducción autoritaria– y prosigue con la evaluación de las instancias de regulación y control económico, social e institucional. Vamos con paso firme a lograr la transición sólida hacia la democracia con sentido de justicia histórica.

(O)