Recuerdo que siempre me preocupé por llegar temprano a los conciertos de la Orquesta Sinfónica de la ciudad cuando era dirigida por el maestro José Barniol, especialmente porque me fascinaba su temperamento para dirigir, porque era el padre de Adolfo, mi compañero de colegio y amigo; además porque me permitía saludar de mano al señor Fougères, de quien corroboré las enseñanzas que recibía de mis padres en la casa y la de los otros padres en el colegio.

Nunca pude llamarlo Bernard a secas, como él casi suplicaba a todos quienes teníamos la audacia de acercárnosle; yo sentía que mantener el respeto en el trato formal no disminuía mi sentimiento de amistad y confianza. Y digo amistad con un fuerte toque de vanidad porque era una circunstancia impuesta por mi propia decisión, aprovechando que él jamás le negaba el saludo a nadie propicié mi acercamiento como un reconocimiento de mi admiración y agradecimiento por lo que él representaba en mi formación. Era generalizado ese sentimiento entre los jóvenes de mi generación, era imposible no apreciar sus consejos, enseñanzas y ese cúmulo de valores que aprendimos de sus coloquios en los programas televisivos. Conceptos como ética, respeto, lealtad, responsabilidad, solidaridad, fueron entendidos por nuestras mentes todavía en formación. De sus interpretaciones en el piano que siempre fueron guiadas didácticamente, aprendimos a estimar la música clásica y a muchos nos abrió las puertas para adentrarnos en otras actividades virtuosas como el aprendizaje de algún instrumento musical, o la práctica del canto coral. Nos enseñó también el respeto por todas las ideas y expresiones de los demás, aun cuando no estuvieran de acuerdo con las propias. De hecho, sostuvo más de una convicción de tipo liberal que no guardaban coherencia con algunos de nosotros, pero eso no mermó nuestra admiración y respeto. Su muerte es triste porque lo extrañaremos, pero también nos alegra porque sabemos que estaba preparado para ella sin el menor temor y solo con la pena de las cosas queridas que dejaría atrás. Merece nuestro reconocimiento no solo porque vivió plenamente, sino por la huella que dejó en los que tuvimos el privilegio de compartir su tiempo, y no es exagerado decir que muchos alcanzamos a ser mejores personas gracias a su existencia.(O)
Gonzalo Gómez Landires, Ingeniero, Guayaquil