No es lo mismo vivir en tu propio penthouse moderno con ventanales que se abren triunfantes ante un mundo al que se ve de arriba abajo, ascensor de espejos y acero brillantes como dentadura en propaganda de dentífrico, que vivir de alquiler en el último piso de un edificio viejo, adonde se llega con dolor de brazos y piernas cargando las compras escaleras arriba, una de esas buhardillas encorvadas bajo tejados polvorientos de pasado. Buhardillas que hace unos ciento cuarenta años, cuando se erigieron estos edificios mamuts, no eran más que agujeros negros entre el tejado y los pisos de alquiler, allí donde dormían los trastos o los más pobres, entre goteras y ráfagas de viento que se colaban por las grietas que iban apareciendo con los años, los hielos y deshielos.

Hoy las buhardillas alemanas se disfrazan románticamente, con paneles de yeso, de acogedores refugios. Reforzados los tejados, encauchadas las pequeñas ventanas, ya no están a la merced de la lluvia, la nieve, el viento, el frío y el calor. Privilegio de sesenta metros cuadrados que se alcanza tras una maratón de escaleras, uno se siente protegido por los ángulos familiares en que se inclinan las paredes, por esos rincones oscuros a donde solo se puede llegar gateando. Uno termina enamorándose del lugar en donde vive quizá tan solo porque desde la ventana del baño se pueden ver las chimeneas de los edificios vecinos sobre las cuales hay siempre algún pájaro gris o negro y blanco, o porque la desgastada madera de los pisos contiene aún los pasos de más de un siglo de vidas sin resolver.

Siempre me ha gustado vivir en lugares de segunda mano, de tercera, de cuarta, espacios llenos de ecos y fantasmas en donde puedo imaginar el paso del tiempo y todo cambiando mientras todo sigue igual: siempre una nueva historia bajo el mismo cielo gris de cada invierno. Me gustan los pisos de alquiler por los cuales han pasado bandadas de sombras y lágrimas y risas, sueños, olores y palabras. Sentir que estás de paso en tu casa como en la vida, que un día eres tú quien allí vive y luego será de otros, de otros estas paredes que acariciaste mientras llorabas y te adormecías, como de otros será tu espacio cuando te hayas ido. Amar un lugar aunque no sea tuyo, como no son tuyas las personas a las que has invocado para vivir junto a ti esta vida.

No es lo mismo vivir en una buhardilla que en una casa grande con un jardín sembrado de arupos y árboles de aguacates, donde se puede trepar y jugar a las escondidas con una manada de primos. Mi hija ha crecido sola, lejos de primos y jardines propios, ha aprendido a esconderse de su mami (su compañera de juegos) en su armario o en el cesto de ropa sucia, porque el espacio bajo su cama lo ocupan grandes cajones de madera para almacenar las maletas donde guardamos nuestros sueños de regresar una y otra vez a Ecuador.

Hemos aprendido juntas a vivir en un espacio mínimo mientras nuestra imaginación hace suyos todos los espacios y todos los tiempos. El único exceso que nos rodea son los libros. Se multiplican semana a semana mientras se expande el universo y nos llenamos la cabeza de todas las vidas que no nos tocó vivir, pero que sí vivimos. Leemos durante horas y a veces nos olvidamos que afuera de esas páginas hay algo que se llama realidad. Mientras leemos, esas historias están modificando el mundo a nuestro alrededor porque están formando nuestra mirada, abriendo puertas desde las cuales observamos la vida como antes no la veíamos. Con cada libro se multiplican nuestras vidas como si fuéramos un gato (pero no el amado gato negro que un día se cayó de la ventana de nuestra buhardilla). Cada libro son viajes a lugares posibles e imposibles a los que se llevó el tiempo. De cada libro salimos (o no salimos nunca) trastornadas y transformadas. Reconocemos en el mundo más colores y más voces. El mundo se nos aparece no por lo que es sino por cómo ha sido soñado, una forma más poderosa de realidad. Vemos el mundo no solo por lo que es, sino por lo que podría ser, ha sido o pudo ser. Nos colamos en las conciencias de desconocidos que han soñado, imaginado, pensado, visto y vivido. Y que ahora viven con nosotros en nuestra buhardilla que no es nuestra como no es nuestro nada de lo que en esta vida creemos ser propietarios. Vivimos de paso en nuestra buhardilla que parece pequeña, pero que, como el universo, se encuentra en perpetua expansión, asombrándonos cada día. Porque lo cierto es que no vivimos en una buhardilla de alquiler. Vivimos en el reino de nuestra propia imaginación.(O)