Hace 132 años los obreros de Chicago conquistaban con sangre las ‘ocho horas de trabajo, ocho de recreación, ocho de descanso’ propuestas por Robert Owen en 1817 para humanizar la jornada laboral de hombres y mujeres, vigente en la actualidad en muchos países. El mercado ecuatoriano absorbe empleados formales cuidando celosamente dicho legado y trabajadores informales guerreándose la subsistencia; como aquel vendedor ambulante, cuchillo en mano, decidido a despanzurrar al policía metropolitano que arrebatara el sustento de sus hijos: su trabajo. Según Hegel, este representa una actividad primordial en las relaciones humanas, espacio de construcción comunitaria y agente fundamental de la historia; nuestra Constitución lo considera “...un derecho y un deber social, un derecho económico, fuente de realización personal y base de la economía…”. ¿Cómo garantizarlo entre turbulencias sociopolíticas, sin inversiones extranjeras significativas para reactivar la economía, una nación muy endeudada, con inestabilidad política e inseguridad? Nuestros trabajadores bregan en un país con un tejido social débil y un cuerpo institucional roto. En los últimos años se legisló en su beneficio, pero aún se vulneran derechos. El panorama se complejiza con la flexibilidad laboral amenazando y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) augurando alto desempleo en varias regiones este 2018, con flujo de inmigrantes buscando nichos laborales de sobrevivencia.

El ministro del rubro, Raúl Ledesma, manifiesta que no estimularán la flexibilidad sino una dinamización laboral que defienda y respete los derechos gremiales; plantea nuevas modalidades contractuales en sectores agrícolas y turísticos; convenios entre Estado y empresariado para estimular nuevas fuentes de trabajo, y promete generar 188.000 plazas de empleo joven. Suena interesante en el papel. Por otra parte, la crisis fronteriza repica tambores de un conflicto no deseado por quienes viven su propia guerra, los vendedores informales enfrentando abusos; afrodescendientes contra un Estado incapaz de hacer cumplir la cuota laboral del ‘Decreto 60’ y la implementación del Decenio; empleadas domésticas ante persistentes atropellos ; niños frente a su injusta realidad de vendedores callejeros para apoyar sus hogares o financiar su dosis de “h”; trabajadoras sexuales contra una sociedad que minimiza la gravedad de la violencia de género y los femicidios cuando las víctimas son de su gremio; jubilados versus un Seguro Social desastroso.

La guerra principal está en mirarnos hacia adentro, escarbarnos las entrañas, reconocernos como una sociedad decadente, enferma, clasista, discriminadora, regionalista; con lugares donde su gente libra batallas por la supervivencia. Los municipios deberían revisar algunas ordenanzas y procedimientos, aplicar controles racionales y generar estrategias que permitan a los trabajadores informales ganarse la vida. El Estado debe fiscalizar y sancionar toda vulneración de derechos por parte de empresarios amparándose en la crisis. La clase sindical precisa repotenciarse, y junto a estudiantes, amas de casa, campesinos, reconstituir el tejido social. La problemática contingente nos convoca a proteger nuestra frontera norte, pero también a analizar la situación económico-social de la zona, preguntarnos cuántos proyectos de desarrollo crean condiciones propicias para la realización de nuestros compatriotas, en el disfrute de ese derecho económico constitucional de ganar honradamente su guerra más importante. (O)