La restitución del rectorado de la Universidad Andina Simón Bolívar a César Montaño es la culminación de un proceso que no solo puso en evidencia el despotismo y las arbitrariedades cometidas por el expresidente del Ecuador, Rafael Correa, sino que sienta un precedente de reconocimiento sobre el derecho y la capacidad de la universidad para resistir las intromisiones de poder. Y tiene más valor este año que se van a cumplir cien años del Manifiesto Liminar que, en junio de 1918, redactaron los estudiantes de la Universidad de Córdoba y que fundan la tradición de las reformas universitarias en América Latina en defensa de su autonomía.

Pero la historia es más antigua y conviene recordarla. Desde las primeras universidades fundadas en la Edad Media –sin olvidar la madrasa de Qarawiyyin que fundó una mujer, Fátima al-Fihri, en el Marruecos del siglo IX– como la de Boloña, en 1088; la de Oxford, en 1096, o la Universidad de París, en 1150, siempre se dieron hitos en sus historias por medio de los cuales se defendió ese “espacio gremial de académicos y estudiantes”. No es otro el origen de su nombre (universitas magistrorum et scholarium), algo más que un centro de formación. Era una agrupación que necesitaba ser defendida ante las barbaries de su tiempo. Quizá el caso más emblemático fue el de la “Grève de 1229” en la Universidad de París. Su cierre representó una crisis para los habitantes del Barrio Latino porque dependían de la universidad. Cien años antes, el emperador Federico Barbarroja decretó el Privilegium Scholasticum por medio del cual los estudiantes y profesores, que iban a Bolonia desde otras ciudades, estuvieran protegidos.

Todo esto es el antecedente de la autonomía universitaria. Autonomía, es decir, gobierno de sí mismo, es algo que va mucho más allá de la prohibición de la entrada de policías en los recintos universitarios. Implica, junto a lo anterior, libertad de cátedra, libertad de pensamiento, fundados en la libertad de crítica. Una universidad que se sesga por una línea de pensamiento, que se vuelve aval de una sola tendencia ideológica o de una postura militante, le hace un precario favor a su fundamento esencial: agremiar distintos puntos de vista y estimular el diálogo. Inclusive, hoy el reto consiste en las relaciones interdisciplinarias entre saberes, evitando los aislamientos en una sola facultad y disciplina.

Lo ocurrido con la Andina es ejemplar en la historia de la universidad ecuatoriana. Es el caso más notorio, en este siglo XXI, de la manera en que un gobierno pretendió hacer tabula rasa de la historia universitaria ecuatoriana fundando despropósitos como la Universidad Yachay, que ha sido el fracaso evidente de su gestión, sino que quiso desmontar una de las universidades con mayor pensamiento crítico, además de someter a tantas otras. Escribí al respecto en esta misma columna el 12 de enero de 2016 (‘La batalla por la Universidad Andina’), cuando faltaban pocos días para que César Montaño asumiera su rectorado y se esperaba lo peor. Él había ganado con un resultado electoral contundente bajo ese tiempo de intimidación del correísmo, en proporción de 9 a 1, frente al candidato gobiernista. Apenas permaneció unos pocos días en el rectorado. Fue removido por una compleja manipulación del Gobierno. La Andina, sin embargo, no se rindió. El resto es historia conocida, pero que no conviene olvidar. Obligados a poner otro candidato, volvió a ganar el criterio de la Andina con el siguiente rector, Jaime Breilh, quien resistió los embates y persecuciones de un aparataje de instituciones del Estado instrumentalizadas para acosar y derribar a la universidad. Ahora que se han calmado las aguas, y que la Andina supo resistir al borde de su desaparición, no solo que la Corte Constitucional del Ecuador reconoce la vulneración de los derechos del rectorado anterior y la fracturación de la autonomía universitaria, sino que, en una muestra de la defensa de esa misma autonomía y de las elecciones originales, Jaime Breilh ha hecho viable la restitución del rectorado.

La libertad de cátedra, los ajustes y correcciones que permiten el diálogo y el pensamiento, colocados por encima de individuos específicos y tendencias radicales, son el ejemplo que la universidad ofrece a la sociedad donde las tensiones entre el poder político y económico tienen sus canales respectivos. En el vértigo de sus dinámicas, estos poderes, mal llevados, carecen de perspectivas críticas. La universidad no es un ente aislado de eruditos en torres de marfil, ni una fábrica de titulaciones para convertirse en empleados y profesionales. Es mucho más que eso. Es el ágora de saberes y prácticas de una sociedad. Esto es más necesario en un país donde las diferencias compartimentan a individuos y creencias, y el debilitamiento de las instituciones y los riesgos de democracias manipuladas exigen este tipo de espacios de encuentro, aprendizaje, debate, creación y divulgación. Defender la autonomía universitaria y reconocer sus derechos atropellados como lo ha hecho la Corte Constitucional en una sentencia que se vuelve jurisprudencia modélica en el ámbito ecuatoriano y latinoamericano, es proteger a esa misma sociedad.

Esta paz lograda para la Universidad Andina es un aliciente para que también se sigan reconociendo las tantas otras vulneraciones e infiltraciones que han sufrido otras universidades ecuatorianas, y de las que gradualmente se irán librando. También es un aliento para pedir cuentas a los culpables de este atropello, no por un afán persecutorio, sino de ejemplaridad para que no se pretenda repetir una situación como esta. Lo ocurrido con la Universidad Andina valida las iniciativas civiles de la sociedad ecuatoriana para resistir la embestida, no solo del poder político de turno, sino de un pensamiento reductor que no admite el diálogo y la crítica, centrado en un fanatismo donde se pierde esa verdad lateral, inesperada e inédita, que surge de la duda, la búsqueda y la capacidad de escuchar a los otros y aprender lo que nos falta y complementa. (O)