Es el sentir del alma de la Nación como un deudo más ante el asesinato de siete compatriotas; cuatro pundonorosos infantes de Marina por la explosión de una trampa, los dos periodistas y el conductor de diario El Comercio, ejecutados a sangre fría por la narcoguerrilla que opera en la frontera norte.

El Ecuador no había vivido una tragedia semejante desde el secuestro y asesinato del banquero Nahim Isaías en 1985, por parte de un comando de los movimientos subversivos M-16, precursor de las FARC, y Alfaro Vive Carajo (AVC). Fue tal la conmoción ciudadana que el Gobierno, presidido por León Febres-Cordero, inició una guerra sin cuartel contra la insurgencia armada y logró liquidarla en un año.

La paradoja es que el gobierno de Rafael Correa, con la pretendida superioridad moral del discurso socialista, reivindicó a este grupo criminal con las manos teñidas de sangre, brindándole relevantes espacios en la administración pública y exaltándolos como héroes nacionales, promoviendo su condecoración por parte de sus esbirros de la Legislatura.

La empatía ideológica lo condujo a mantener una actitud “benigna” ante el conflicto armado colombiano, al decir del exmandatario Álvaro Uribe. La última entrega de un video confirmaría que las FARC financiaron la campaña electoral de Correa, actualizando una acusación vieja. El presidente Lenín Moreno reaccionó ordenando una exhaustiva investigación.

Esto suma a su grave denuncia respecto a que su antecesor habría tenido un velado pacto de no agresión con la narcoguerrilla a fin de mantener cierta paz en el cordón fronterizo.

Y, como si fuera poco, que un miembro de la seguridad presidencial mantenía vínculos con el narcotráfico, sin que esto sea de conocimiento de la nueva Administración que cumple un año en funciones. ¿Desconocía el particular la ahora extinta Senain del correísmo?; ¿fue incapaz de detectar a este personaje infiltrado en el propio entorno del Poder Ejecutivo, desde hace rato?

Probablemente estaban distraídos espiando a la oposición política a fin de neutralizar sus intentos de contrarrestar el poder dictatorial.

En medio del drama, el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, quiso desembarazarse de la responsabilidad de su gobierno en el ajusticiamiento de los periodistas, afirmando que no se había producido en territorio colombiano, para luego verse obligado a rectificar ante la evidencia incontrastable.

Lo sucedido demuestra que la paz negociada con las FARC es un remedo y que, pese a ser rechazada mediante plebiscito, Santos se las arregló para hacerla validar con respaldo de la comunidad internacional y, además, recompensado con el premio Nobel, muy cuestionado ante la remanencia de bandas armadas que continúan dedicadas al narcotráfico, proliferando impunemente.

En consecuencia, a Ecuador le corresponde ahora pagar la factura de una paz ficticia.

Indudablemente, el Gobierno Nacional ha sido sorprendido y a la vez superado por la magnitud de la crisis. El bombazo en San Lorenzo lo tomó totalmente desprevenido e impreparado ante la emergencia. En buena medida por el debilitamiento institucional de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional resultado del afán de someter a sus mandos –y a su actividad de inteligencia de seguridad del Estado– a un férreo control político.

La reacción ante el dolor debe ser cerrar el mismo puño como manifestación de unidad nacional. Hay que apoyar al presidente Moreno, pero este a su vez debe hacer lo suyo desprendiéndose del lastre cómplice del correísmo. Tiene que romper con el pasado para ser consecuente con sus graves denuncias, cuidando su imagen de líder firme y creíble (O)