ay ¿cómo poner el oído / en el caracol de la vida / sin escuchar el colosal bramido de la muerte?”.

Cuando el maestro Efraín Jara Idrovo entraba al salón de clases, una fuerza telúrica se apoderaba del lugar. Y una especie de “tiempo sin tiempo” se tejía entre sus alumnos: 60 minutos de una académica, adornada, documentada, argumentada, dinámica, embrujada, polémica y enriquecedora “charla magistral” por la historia del arte y la cultura contemporáneas. Así, nos obligábamos a estar diez minutos antes de la hora académica, porque él siempre estaba cinco previos. No era solamente una obligación con la puntualidad, era que a veces tocaba sentarse en el pasillo para esa especie de levitación acompasada con la voz grave y el justo verbo que daban forma de palabras a sus años y años de lecturas, ensayos, viajes, escrituras. Todo un estilo de vivir “con el acelerador a fondo” y “chupándole el tuétano al hueso de la vida” compartido con sus alumnos.

El querido Cuchucho –sobrenombre que lo acompañó siempre, con su bendición y consentimiento– nunca se guardó nada para sí. Todo lo compartía sin reservas y allí estaba la clave de su éxito. Y también del fracaso de quienes se sentían desbordados por los conocimientos compartidos, y se volvían terreno infértil, y abandonaban la carrera. Efraín Jara Idrovo limpió el periodismo –la Escuela de Periodismo que él mismo creó en la Universidad de Cuenca– de la falta de rigor académico.

Quienes lo admiramos también aprendíamos en sus libros de poesía cómo darle ritmo a los textos y fuerza a las palabras. Era, como se autodefinió con sus amigos del alma en el poemario Alguien dispone de su muerte, unos “recontraputas enamorados de la vida”. Y por eso hablaba siempre de la muerte: “De puntillas sobre la vida, nos asomamos a la muerte”, o “que nada presuma duración, si empieza”. Y nos obligaba a actuar existencialistas, con la velocidad de ese acelerador a fondo que pregonaba en sus clases.

Hablaba, por ejemplo, del metalenguaje. Y nos pedía hacer la tarea en el estreno de la película The Doors en una de las salas de cine de la ciudad. Sala a la que él mismo acudía con su figura menuda, cabello cano, mechón indócil, ojos saltones y sonrisa enorme. Habrá quienes hoy, quinto día de su partida definitiva, lo recuerden como “autor de muchos libros, ensayos, ponencias, narrativas, biografías; crítico de arte (literatura, pintura, teatro, música); Premio Eugenio Espejo, tres veces presidente de la Casa de la Cultura, dos veces decano de la Facultad de Filosofía, coleccionista excelso de jazz, música clásica y música concreta, y un alegre ciudadano que siempre sonreía”, Otros lo recordarán como el docente que demoró en jubilarse y por ello nunca pudieron terminar su carrera.

Yo prefiero recordarlo como el docente que cuando me vio ingresar por primera vez a su cátedra, con mi cámara fotográfica al hombro, me dijo: “El que hereda no hurta”.

El Cuchucho, el que rechazaba homenajes y reconocimientos, el fumador empedernido e implacable crítico, finalmente tuvo esa cita “cara a cara con la muerte / y darle un abrazo confianzudo / posesivo / olímpico / verdaderamente desmoralizador”.(O)