Probablemente no lo hemos notado, pero la mayoría de los países del continente y sus habitantes estamos subsidiando el sostenimiento indefinido de Nicolás Maduro y su gavilla en el gobierno de Venezuela. Lo hacemos en proporciones diversas e incuantificables, pero sin duda significativas, desde el momento en el que solidariamente hemos acogido a los millones de venezolanos que se han regado por nuestros países, huyendo de la miseria y la violencia que los herederos de Hugo Chávez han multiplicado en su país. En nuestras tierras, ellos han encontrado empleos habitualmente modestos pero mejor pagados que en la suya, con los que se arreglan para una subsistencia mínima e incluso para enviar algún dinero a los familiares que se quedaron. Pero el aporte debe ser significativo, cuando en estos días Maduro ha decretado –cínicamente– que los desterrados son sujetos tributarios y que deben enviar sus impuestos a Caracas para seguir manteniendo la “nomenklatura” del chavismo.

Supongamos que fuera verdadera la hipótesis de que hay una malvada conspiración de la CIA para provocar una escasez artificial y desestabilizar al gobierno de la así llamada Revolución Bolivariana, similar a la que ayudó a tumbar a Salvador Allende en Chile hace 45 años. Ello no contradiría la evidente ineptitud y el ruidoso fracaso de Nicolás Maduro en la conducción de su país, y tampoco desmentiría la corrupción y perversidad de su gobierno. Supongamos que el principio del respeto a la libre determinación de los pueblos justifica la no injerencia de ningún extranjero en los asuntos de Venezuela. Ello no desmentiría la cobarde hipocresía de nuestros “bolivarianistas” criollos, incluyendo aquellos que forman parte del gobierno de Lenín Moreno, que aplauden todo lo que ocurre en ese país (porque no viven allí) y que guardan impúdico silencio ante un genocidio simbólico. Oficialmente, nuestro gobierno se hace el tonto ante esa tragedia, y eso nos llena de malestar y vergüenza a muchos ecuatorianos.

Los subsidios se justifican ante las catástrofes, o como políticas de desarrollo, o para atenuar las desigualdades distributivas. En el caso de los venezolanos, al ayudarlos, estamos subsidiando indirectamente una abominación política y no podemos dejar de hacerlo por solidaridad con un pueblo hambreado y perseguido. En esta perversión geopolítica del subsidio, cualquier empresario ecuatoriano que explote a sus empleados venezolanos es tan repudiable como el inquilino de Miraflores. Pero, por otro lado, si prestamos atención a aquello que circula en las redes sociales de nuestro país, quizás estamos incubando una bomba de tiempo. A estas alturas, no podemos ignorar la creciente xenofobia de los ecuatorianos frente a los venezolanos y los cubanos, principalmente, y de manera secundaria ante los colombianos y haitianos. Si no podemos dejar de recibir a estos inmigrantes, debemos repudiar el hecho de que el dinero que ellos trabajosamente ganan aquí o en otros países de nuestra región, sirva para seguir sosteniendo el régimen de Maduro. Debemos repudiarlo, igual que debemos repudiar la ambigüedad de nuestro gobierno y el ensimismamiento narcisista e inoperante de su servicio exterior, más preocupados por poner presidenta en la ONU, que por anticiparse a la violencia que ya nos desborda desde varios frentes y que nos ha cogido dormidos y no preparados, como siempre. (O)