En análisis académicos y la ocasional nota compartida en redes sociales, se culpa a los padres helicóptero de que la generación milenial no pueda pensar o actuar por cuenta propia. Llenos de buenas intenciones para los hijos, sus madres han echado demasiada mano de lo que Richard Mullendore llama “el cordón umbilical más grande del mundo”: el teléfono móvil. Llaman, vigilan, azuzan. Quieren asegurarse de que sus hijos no sufran como ellos lo pudieron hacer en su momento; quieren que sean, como dice la mamá en la reciente película Lady Bird, la mejor versión de sí mismos.

Aunque pueda estar en desacuerdo con tamañas aspiraciones, no me encuentro del todo contraria al estilo de crianza, pues todo depende del contexto. Posiblemente, la mayoría de nórdicos, una buena parte de franceses y cierto grupo de estadounidenses pueden quedarse tranquilos cuando dejan a sus hijos en el colegio. Saben que ahí más o menos los educarán, y luego saldrán a sus actividades extracurriculares y regresarán a casa por cuenta propia sin problema.

El resto tiene mucho de qué preocuparse. Los colegios pueden ser discriminatorios, y muchos profesores, agresivos de manera abierta o sutil; en los buses viajan pasajeros que agreden verbal o físicamente a las mujeres; las calles son inseguras.

En Ecuador, el actual escándalo de abuso escolar se une a los de maltrato físico y mental de estudiantes internos en Inglaterra y Estados Unidos, y el encubrimiento sistemático de sacerdotes católicos pederastas en Austria, Bélgica, Holanda e Irlanda en Europa, y Argentina, Brasil, Chile, México, Perú en América Latina. Solo en Holanda, 800 sacerdotes y empleados de la Iglesia católica fueron encontrados culpables y, como señala uno de sus principales investigadores, el abuso por parte de profesores es igualmente pernicioso.

Sin necesidad de entramparse en un seguimiento paranoico de los hijos, creo que los padres helicóptero hacen bien en participar plenamente en la vida de sus hijos. El caso Aampetra puso en evidencia los más grandes vicios de nuestra cultura y de nuestro sistema educativo. No solo que nadie vio, nadie oyó, sino que las estructuras públicas y privadas están diseñadas para que los padres no sepan qué pasa con sus hijos e incluso aprendan a minimizar sus reacciones.

Por supuesto, ningún extremo es saludable. Los padres que llaman a la profesora a toda hora, que esculcan en todo momento la vida de los hijos tampoco les hacen ningún favor. Pero estos pertenecen a otra categoría, universalmente condenada, de la crianza buldózer, que busca allanar el camino de los hijos a toda costa.

La crianza helicóptero, más bien, implica que el Estado debe crear y mantener mayores y mejores mecanismos de protección y apoyo a los estudiantes de colegio. Es decir, no se trata de endilgar a madres y padres la responsabilidad de vigilar, pues no todos tienen los recursos y el tiempo para hacerlo. Los colegios deberían estar obligados a promover y amparar la intervención parental más allá del usual cumplimiento de instrucciones. Sobre todo, si padres y madres pueden hablar entre ellos, pueden dar cuenta de errores que, individualizados, son más difíciles de identificar y abordar. (O)