Un año más triunfó la corrección política en los premios de la Academia. Se confirmó la lamentable realidad que expuse en las últimas columnas. Aunque, a decir verdad, la relación de los Óscar con las obras de arte ha sido siempre tumultuosa. Ya lo decía Capra en 1936 cuando calificó al premio de ser “el instrumento de relaciones públicas más valioso”; ni para qué recordar el fiasco con Citizen Kane o el olvido absoluto con Tarkovsky (nunca nominado).

Algunos vuelven a reclamar el premio para La La Land, otros no entienden que Lady Bird se haya quedado con las manos vacías. Hace un mes curiosamente recibí un mensaje de un conocido que, entre otras cosas, decía que le gustó Moonlight. Sin embargo, reconocía haberle ‘molestado’ el que, a su modo de ver, se notara demasiado que iba por el Óscar: personajes afrodescendientes y gais. Ahora, esa película, a diferencia de The Shape of Water, sí tenía credenciales para aspirar al Olimpo del cine. Desde la cinematografía, la luna límpida y brillante sobre un océano nostálgico, dos actuaciones formidables (la mamá de Chiron y su amigo), la estructura tripartita que emula el crecimiento del personaje. Tiene vistazos del alto arte, ese que al cultivar lo estético, indirecta pero necesariamente, lo hace con lo ético.

La película de Del Toro dista del concepto abstracto de “mejor película”. A lo más tiene aciertos técnicos (sonido, música, ambientación). Lo peor, los personajes, en concreto, los personajes en guion. Por nombre se espera más de Spencer o Shannon. El tema es que no pueden dar más, están regidos asfixiadamente a la caracterización plana que propone el mexicano. No hay nada como “personajes memorables”, sino “ideas memorables”. Shannon encarna el prejuiciado estereotipo del redneck, insensible y violento; Spencer, la cuota racial; Hawkins (y la criatura), la variable de la ‘minoría’ que se desee. No evolucionan, encarnan un rígido patrón. Otra historia es, por ejemplo, la madurez que alcanza “Lady Bird” o la poliédrica, compleja y no del todo redimida figura de Sam Rockwell (que sí fue premiado).

Leí que este año la audiencia de los premios fue la más baja de su historia, algunos aludían a su poca credibilidad y su discurso complaciente. El mismo domingo una revista chilena titulaba: ‘Óscar 2018: Cómo dejar a todos contentos’. El arte no tiene realidades vetadas, prohibidas, puede tratar temas políticos, económicos, y así, lo interesante es la manera artística de tratarlos. Lo premiado debería ser lo correctamente elaborado, no el que los personajes sean de determinada religión, cultura, raza. Un panfleto no es una obra de arte (en principio). Un titular digital de este diario decía: ‘Migración y política marcaron los Óscar 2018’. ¿Por qué no los marcó el arte? Utilizar el arte es obviar la raíz de su valor: que el arte, como el amor y la filosofía, es inútil. Su poder embriagador discurre por otros lares: “Cuando nos sentimos más seguros ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos”, dijo Browning. El premio es a la mejor obra, sea esta de problemática racial o no, sexual o no, histórica o no. (O)