El grosero espectáculo público, actuado por tres jerarcas del correísmo pasado y actual, intercambiando acusaciones (¿delaciones?) entre ellos, representa la verdad reprimida y persistente de la política ecuatoriana. Lo más siniestro es que esto podría ser como los témpanos de hielo: lo que sobresale en la superficie es la décima parte de lo que existe. Experimentamos los afectos y sensaciones viscerales más encontrados ante la escena, desde la náusea hasta el ridículo. Lo inquietante es que no sintamos mucha sorpresa ni suficiente indignación. Asumimos –de modo peligroso y despreocupado– que “así mismo es la política y así son los políticos”. Una resignación crónica que nos aliena del protagonismo y nos condena a la calidad de espectadores y cómplices pasivos.

De igual manera, contemplamos los acontecimientos con una mezcla de duda y escepticismo. Dudamos de que la escena sea genuina porque sospechamos que hay pactos que se construyen aceleradamente bajo la superficie. Al mismo tiempo, no creemos que se hará justicia, mediante un esclarecimiento suficiente del caso y la consiguiente determinación de responsabilidades y sanciones. Porque sabemos que nuestro aparato judicial está igualmente podrido. Con estos jueces y fiscales que dictaminan inocencias y culpabilidades según los aires que soplen desde Carondelet, “aquí no pasará nada”. El peor legado del correísmo ortodoxo es la desinstitucionalización del Estado ecuatoriano que yace bajo su hipertrofia adiposa: a más “instituciones” y burócratas con títulos pomposos, más inconsistencia e ineficacia.

En casi dos siglos de historia republicana, no se ha conocido otro período con niveles tan siderales de corrupción gubernamental multimillonaria y organizada como los que se construyeron durante la última década. Lo peor es que “el cambio de estilo” propuesto por el presidente Lenín Moreno no alcanza para destituir una estructura bien montada que probablemente permanece intacta y sigue operando. O para subvertir un discurso (porque el correísmo ya es discurso) bastante extendido entre la población ecuatoriana. Un discurso que –entre otros rasgos– se sostiene en el cinismo y en la impúdica autoproclamación de inocencia ofendida e indignada, que no reconoce ninguna responsabilidad ante el desastre económico y la septicemia del Estado ecuatoriano. Un discurso que puede contagiar a toda la población, que contemplaría –divertida– el espectáculo, sonriendo cínicamente y asumiendo que no le concierne “porque nosotros somos los buenos”.

Que se vayan todos, menos el presidente Moreno. Nueve meses después, sentimos que Lenín es rehén de la estructura que le sostiene, la del correísmo reencauchado: los que ahora están en “el mame” son más o menos los mismos o de los mismos de la década pasada. Ha decepcionado observar que su vicepresidenta y su canciller se permitan inventar o proferir cualquier ocurrencia sobre Nicolás Maduro o Julian Assange, mientras el presidente del Ecuador permanece impasible. No esperamos que usted sea “el salvador”, presidente Moreno: solo queremos que haga de presidente con autoridad y decisión, empezando por la desinfección de su equipo. No importa que usted también tenga rabo de paja, porque todos tenemos alguno. Lo que interesa es que gobierne efectivamente. Si lo hace, tendrá el apoyo del 70 por ciento de los ecuatorianos. No espere a cumplir un año para hacer lo que debe, porque en la vida y en este Ecuador político nunca sabemos... (O)