No nos referimos a la falta de reacción política marcada desde el Austro frente a los temas de exclusión descomedida e histórica desde el bicentralismo “GuayaQuito”. La alusión es al complejo problema de la movilidad pública en una urbe que por años ha sido considerada como el mejor destino de vacaciones cortas de Sudamérica; Patrimonio de la Humanidad; Ciudad Universitaria y una serie más de títulos, categorías, cognomentos, adjetivos que nos presentan una condición ideal y básica de “ciudad para vivir”.

En principio, el caso del Tranvía queda por fuera del análisis porque su ejecución es una suerte de espejismo alimentado por los departamentos de Relaciones Públicas municipales para autoengañarse, autocomplacerse, autoredimirse: el retraso en la puesta en operación supera los dos años, con vías abiertas e inutilizadas, ingresos y salidas de la ciudad desoladas y más comercios colapsando a lo largo de su recorrido. Todo solapado con una suerte de infinita paciencia ciudadana acostumbrada a la cultura del no reclamo, del acomodo, de la sumisión. Una ciudadanía que cree que se merece todo lo malo que sucede desde el sector público.

El lío mayor pasa por el servicio que dan los buses urbanos –que deberían conformar un sistema integrado con ese espejismo llamado Tranvía– y algunas de sus aplicaciones y “soluciones” para el usuario de la tercera ciudad ecuatoriana autoproclamada la “Atenas del Ecuador”. Desde hace varias semanas, las empresas proveedoras del servicio y el Cabildo municipal se enfrentan públicame nte por la falta de acuerdos en torno al bus de tipo, los costos al usuario, la legislación vigente. Y para demostrarlo han colapsado las calles y avenidas con muy nutridas marchas que condicionan su participación en las “mesas de negociación” con los administradores de la ciudad: una especie de medición de fuerzas al viejo estilo. Con la vieja escuela.

El enfrentamiento también tiene un tufo de vieja politiquería al estilo de acuerdos incumplidos, trapos sucios e íntimos, intentos de monopolizar la transportación, el uso –¿inconstitucional?– de una forma de pago único, etcétera. Una primera etapa de acomodar el sistema de pago de la transportación pública, y que ya está en marcha, prevé poner en circulación 50.000 tarjetas electrónicas para el pago del transporte urbano. La primera limitante de este plan es que prohíbe el uso de dinero para acceder a las unidades; el sistema admite solamente las tarjetas y sus variantes desde el próximo 1 de abril.

El Concejo cantonal creó una comisión especial para que elabore un informe que evalúa el servicio y sus proyecciones: incluye una ordenanza cuya manzana de la discordia es la cantidad de opacidad que se tolerará en el servicio público y que obliga a una renovación de la flota actual como condición para ajustar al alza el costo de los pasajes.

Xavier Barrera, concejal que integra esta comisión, lo ha advertido: “Esta ordenanza aborda niveles de opacidad que se enmarcan en dos límites: 5 por ciento cuando inicia la vida útil y un máximo de 25 por ciento durante todo el tiempo de vida útil de la unidad de transporte público. Con esto garantizamos la calidad del ambiente de las futuras generaciones”.

Y este detalle es el que inmoviliza al transporte público y la reactivación debe estar mediada por la ley y el orden: el beneficio colectivo por sobre el particular.

El tiempo corre. (O)