Ya se sabe que la vida no es blanco y negro, que nos movemos con más firmeza dentro de la amplia gama del gris, cosa que no le quita posibilidad a que de pronto, situados en una confortable medianía, un empujón malaventurado nos lance al lado tenebroso de la realidad. No importa que los hechos desastrosos se hayan realizado muy lejos: la rapidez de la información nos los hace vivir casi instantáneamente. Por eso me ha dado por sentir pavor cada vez que leo una “noticia en formación”.

Así ocurrió este infortunado San Valentín. Temprano en la tarde empezó a mencionarse por redes sociales que un “nuevo tiroteo” dejaba víctimas en Parkland, Florida, así comenzó el desgrane de datos que culminaron en un panorama horrendo: un adolescente, resentido por haber sido expulsado de un colegio, arremetió con un fusil contra miembros de su plantel, cayeron 19 personas. Ese triunfo de la sinrazón en el seno del país más desarrollado del mundo se repite con demasiada frecuencia; el análisis de los hechos, también: jóvenes heridos psicológicamente, modelos de conducta violentos, libertades sociales para adquirir y portar armas. Y de allí no se pasa. Todo se removerá en el próximo ataque.

En la misma tónica aflora el tema del femicidio en nuestro medio. Ya llevo conocidos dos casos en la misma contradictoria fecha del 14 de febrero (la propaganda consumista no consigue tocar las profundidades del alma que hace daño): esos amantes poseedores de la vida de sus mujeres, que se las arrebatan siempre como castigo, como reprensión suprema de comportamientos que se salen de las normas que ellos (o las sociedades) han trazado. La obnubilación –llámese efecto de alcohol, drogas o atribuidos derechos de macho– pone la herramienta en la mano y se ejecuta el crimen frente a los ojos desorbitados de los hijos. Se enlaza así otro eslabón a la cadena de maltratadores, al inacabable drama humano de la violencia.

Siempre se dice que nuestra sociedad necesita de más educación. Pese a que se escriban nuevas leyes y reglamentos protectores, se funden organismos frente a los cuales denunciar, funcionarios a los que acudir, el verdadero cambio tiene que aflorar en la psiquis de la persona. ¿Serán las ideas inoculadas desde temprano las que nulifiquen el ímpetu destructor? Ninguna religión puede declarar que ha mitigado el derramamiento de sangre, que ha pacificado la convivencia como para intercambiar en paz con el prójimo.

Consumimos guerra por todas partes. Desde las reales que vienen en las noticias hasta las ficticias que pueblan las películas y las series de televisión. Los niños construyen héroes según el número de muertos que van quedando por el camino y los juegos electrónicos se levantan sobre pistas ensangrentadas. Dejé de ir al cine comercial cuando me di cuenta de que los jóvenes se reían durante las escenas más crueles. Sobre ese material crecen las nuevas generaciones, que no son orientadas a sentir horror por esos actos (nosotros leímos La Ilíada como el muestrario de la ferocidad del combate cuerpo a cuerpo).

Por eso, a menudo, el rostro de la inmediata realidad es malsano y destructor. No podemos dejarla en suma de noticias, sino que tiene que llegar al atribulado corazón. (O)