Se subieron al tranvía en la estación central: dos mamás, dos coches, dos bebés. Los bebés rubios y cachetones, las mamás cachetonas y con pelos de ponies, teñidos de colores pastel. Cinco piercings per cápita. Chicas de esas a las que antes se llamaba gorditas y que ahora se prefiere llamar “chicas que se rebelan contra el patriarcado y sus modelos anoréxicas y hacen con su cuerpo lo que mejor les parezca” o “chicas condenadas a malos hábitos alimentarios por falta de privilegios y educación”. En fin, que entre ellas y los cochecitos ocupaban todo el espacio destinado a los objetos rodantes, por lo cual un joven en silla de ruedas tuvo que conformarse con un rincón junto a la máquina expendedora de billetes.

De pie tras sus respectivos retoños en sus aparatosos coches, lo primero que hicieron las chicas fue sacar cada una su tarrina de plástico repleta de comida. De allí brotaron obleas de colores, en forma de platillos voladores, y bananas que fueron a parar a las manos de sus hijos, quienes las acogieron con ese entusiasmo glotón típico de los bebés. A juzgar por sus caras, ambos llevaban ya algunas rondas de comida (todavía no se les secaban las manchas y las babas alrededor de los labios). La comida desapareció tan instantáneamente como había aparecido. Entonces extendieron sus carnosas manitas implorantes hacia sus madres, quienes repitieron el ritual de las tarrinas, una y otra vez (al parecer no tenían fondo), mientras charlaban con ese descontento crónico que me he acostumbrado a ver entre los alemanes menos privilegiados, carcomidas sus almas por un obstinado rencor contra el sistema, el capitalismo, los políticos, los refugiados, en fin, contra el enemigo de turno.

Espiar la comilona de esos bebés me recordó mis primeros encuentros con la crianza infantil en Alemania, con esas omnipresentes tarrinas para alimentar a los niños a toda hora y en todo lugar, como si las criaturas pudieran morir de desnutrición de camino a la heladería. Jamás vi a una mamá alemana que no anduviese con la cartera llena de panes y plátanos y purés de manzana. Mamás flacas o gordas, con o sin títulos universitarios, vegetarianas o carne-tres-veces-al-día, todas sin excepción iban siempre preparadas para proteger a sus hijos de la peor de las hambrunas.

Mamás flacas o gordas, con o sin títulos universitarios, vegetarianas o carne-tres-veces-al-día, todas sin excepción iban siempre preparadas para proteger a sus hijos de la peor de las hambrunas.

Me vino a la memoria esa vez (fue hace más de cinco años y todavía me hace reír) en que fuimos con mi amiga Heike y su hija Hanna Lena a montar el trencito de los pioneros. Es como el gusanito del parque de La Carolina en Quito, pero sobre rieles, con una auténtica locomotora de vapor circula alrededor de una laguna. El trencito de los pioneros data de la época socialista y debe su nombre a una especie de “boy scouts” del Segundo Mundo: niños sanos que, pañuelito al cuello, hacían actividades al aire libre, con el añadido del adoctrinamiento correspondiente.

Muchas cosas desaparecieron junto al Muro. Otras, muchas más de las que se notan a simple vista, perviven. Sobrevivió así el trencito (y no los pioneros) en el que esa mañana hace ya tiempo, cuando mi hija todavía me dejaba vestirla a mi gusto y trenzarle el pelo, nos subimos con mi amiga y su hija, mi hija y mi novio. Ni bien arrancó la locomotora lo primero que hizo Heike fue sacar la consabida tarrina y extraer de ella una cosa que parecía cartón (y sabe a cartón: reseco y desabrido, el Knaeckebrot resulta incomprensible para el extranjero) a la cual había untado paté de hígado, transformándolo así en cartón mojado que en manos de su hija amenazaba con arruinar el vestido de la mía. El paté olía a paté, y en el vagoncito íbamos rodilla con rodilla. Noté que el viento que nos acariciaba esa mañana de verano mientras rodeábamos el lago no bastaba: mi novio (vegetariano) había empezado a ponerse verde. Cuando llegamos a casa me dijo (con esa complicidad de los extranjeros ante el asombro que les causa la tierra extraña que a la vez los acoge y los repele): “¡No entiendo por qué las mamás alemanas tienen que alimentar a sus hijos cada segundo del día! Quizá todavía no terminan de registrar que ya se han acabado la guerra y la posguerra”… Imaginé a la madre de Heike alimentando a su hija con esa angustia con que a ella la alimentaba su madre, quien había pasado toda la mañana haciendo fila en el invierno más crudo para conseguir pan para su niña.

Cuando aterricé con mis recuerdos y volví a ese tranvía, las chicas y sus bebés todavía estaban ahí. Comiendo. Me alegré de repente por esos niños en sus cómodos coches llenándose la boca de masas dulces y suaves. Pero me entristecieron aún más las caras de sus madres, donde no brillaba la más mínima chispa de gratitud o satisfacción… (O)