La Constitución determina de manera expresa, en su art. 1, que “la soberanía radica en el pueblo, cuya voluntad es el fundamento de la autoridad…”, principio fundamental que, vale recordar, cimenta nuestra república y sistema democrático.

Precisamente, el pueblo ecuatoriano, el pasado 4 de febrero (4F), acudió libremente a las urnas y se pronunció de manera abrumadora y favorable respecto de las 7 preguntas que formaron parte del referendo y consulta popular, cuyos contenidos hoy tienen la condición de mandato y que, por lo mismo, no acepta interferencias o interpretaciones de ninguna clase y, consecuentemente, deben ser implementados sin dilación.

Cuando el mandante, verbigracia, con un 64,20% de los votos, le dijo sí al principio de la alternancia, implícitamente les cerró toda posibilidad de perennizarse en el poder a neopopulistas, charlatanes de feria y aprendices de dictadorzuelos. La idea de las figuras mesiánicas, esas fábulas creadas por gigantescos aparatos propagandísticos, fue superada y ahora regímenes autocráticos como el correísmo, que duró algo más de una década, forman parte de un opaco capítulo de la vida política del Ecuador.

Asimismo, algo sustantivo del referendo fue apostarle mayoritariamente a la reinstitucionalización del país, a través –y de manera inicial– de la conformación transitoria de un Consejo de Participación Ciudadana y Control Social que permita, en la práctica, ‘descorreizar’ a las diferentes funciones del Estado, esto es, que las instituciones dejen de ser meros apéndices de un sistema hiperpresidencialista y cuenten, más bien, con independencia, autonomía y, sobre todo, autoridad y buen prestigio, mediante la selección de hombres y mujeres con trayectoria intachable que se legitimen en cada uno de sus actos y decisiones. Nos preguntamos, ¿los actuales miembros del CPCCS, luego de recibir una reprobación popular expresada en el 63,08% de los sufragios, con lo cual cesaron en sus funciones, acaso podrán siquiera sostener la mirada frente a su pueblo?

No cabe duda de que una sociedad civilizada reclama el establecimiento de límites al poder, mediante la introducción de un esquema de control que active con eficiencia los resortes que sostienen los pesos y contrapesos propios de una democracia sana y vigorosa.

Por otro lado, en un 73,71% los electores se pronunciaron positivamente por la defensa de la transparencia en la gestión de lo público, pues en diez años de socialismo del siglo XXI, es decir, esa década ganada de la que presume un avieso correísmo tiene –no obstante– su propia lectura, más aún cuando la corrupción habría succionado recursos, en ese lapso, por alrededor del 35% del PIB, según estimaciones de la Comisión Nacional Anticorrupción.

A esto se suman la defensa del medioambiente, protección de niños y adolescentes, así como la derogatoria de la Ley de Plusvalía, planteamientos que merecieron un contundente apoyo ciudadano.

Los resultados de esa jornada cívica se traducen en una genuina expresión del pueblo que aspira a reconstruir a pulso una democracia y economía hecha jirones por una ‘revolución ciudadana’ que en su esencia nunca tuvo ciudadanos y donde primó el fundamentalismo ideológico y un enfermizo resentimiento social que marcó muchos de los pronunciamientos en la política oficial.

La tarea de recomponer al país no terminó con el 4F. Apenas, hemos empezado… (O)