El expresidente Rafael Correa, en el discurso de clausura de la Asamblea Nacional Constituyente 2008, refiriéndose a la actual Carta Magna, decía que “…es una propuesta trabajada a maravilla, casi hecha a mano en todos sus detalles…”, lo cual hacía pensar que ese contrato social debía durar 300 años, ya que según la mente afiebrada del oficialismo, su texto había sido dictado por el espíritu de Alfaro y alimentado con propuestas entregadas por una ‘romería cívica’ que visitó Montecristi. Lo cierto es que esa afirmación no pasó del lirismo intrascendente, tanto es así que a los pocos años ya se introdujeron varios cambios a la norma suprema.

No obstante, las imprecisiones y errores gramaticales siguen presentes en la actual Constitución, lo cual merece una enmienda. Por ejemplo, la palabra “alternabilidad”, que no es reconocida por la RAE, está presente en los arts. 96, 108, 116, 157 y 326.8. Con razón, en el año 2009, el Gobierno de las mentes lúcidas debió recular y reconocer que el ‘Ecuador no es territorio libre de analfabetismo’.

Pero más allá de eso, en lo de fondo urge corregir desaciertos conceptuales que van en contra del fortalecimiento de la democracia como sistema político que promueve la libertad y la efectiva participación ciudadana. Y uno de ellos, precisamente, es la falta de límites al poder ante la ausencia del principio de la alternancia, es decir, velar que en el tiempo las autoridades elegidas provengan de distintas fuentes ideológicas y programáticas.

En el caso de Ecuador, Venezuela y Nicaragua, que están atrapados por un putrefacto socialismo del siglo XXI, son los únicos países en la región que permiten en sus textos constitucionales la reelección indefinida del presidente de la República, lo cual evidentemente entra en conflicto con los ideales de la Revolución francesa que sepultó las prácticas monárquicas al abrir paso al republicanismo.

Si bien los defensores de opacos esquemas absolutistas tratan de ocultar a la reelección indefinida con el eufemismo de la postulación, es claro que el mandatario que decide presentarse para un nuevo periodo de gobierno tiene una evidente ventaja sobre el resto de aspirantes, explicado por su mayor exposición público-mediática y la posibilidad de orientar los recursos sean presupuestarios, humanos y materiales en función de los intereses de dicha candidatura. Entonces, en ese momento, se rompe la condición básica de la democracia política que exige que las autoridades provengan de elecciones libres, transparentes y donde esté asegurada la igualdad de oportunidades.

Un ejemplo palmario de esta realidad es lo que sucede en la convulsionada Venezuela, donde el sátrapa Nicolás Maduro que tiene cooptadas todas las instituciones, pretende postularse para un nuevo periodo presidencial: 2019-2025, pese a que tiene un abierto rechazo del 70% de una población que huye de su verdugo.

Recordemos, el fraude electoral no se configura en las juntas receptoras del voto, sino en instancias técnicas y en una asimétrica campaña electoral.

Una manera de promover la democracia es consolidar la alternancia, lo cual no supone la eliminación del derecho a la reelección, sino en fijarle un límite en el tiempo, lo que implica enterrar políticamente bajo la fría baldosa a mesías y predestinados. (O)